Las agresiones al personal sanitario aumentaron en 2017 un 4%. El maltrato infantil se ha cuadriplicado desde el 2009. La violencia machista no desciende. En las aulas muchos docentes se sienten desprotegidos y no faltan peleas entre niños y jóvenes, y casos de acoso. No digamos ya las batallas campales de los aficionados al fútbol, con asesinatos incluidos. Seguro que causas de esta situación hay muchas. Hay quienes fijan la mirada en la tecnología. Es cierto que los medios técnicos han enfriado nuestras relaciones. Nunca como hoy hemos estado tan conectados y nunca tan distantes y fríos. ¡Qué fácil es herir a través de la mensajería instantánea, cuando no sentimos el dolor que provocamos, cuando falta la calidez del tú a tú! ¡Qué fácil es cabrearse cuando no obtenemos soluciones rápidas de alguien, pensando que su respuesta y reacción deben ser tan instantáneas como una búsqueda de Google!

La crispación política tampoco ayuda. Siempre tan intransigentes, incapaces de llegar a acuerdos por el bien común y aderezados con cientos de casos de corrupción, cuyo mensaje es que cada uno arrample lo que pueda, cargando la sociedad de insolidaridad y odio.

Mientras tanto, la entidad que ha mantenido, y aún mantiene, una moral que llama a formar las conciencias en los valores que dignifican la persona es constantemente atacada y apartada de la esfera pública, silenciada.

Si en la familia no se viven y se transmiten los valores, si a quienes buscan sembrar mensajes de amor, respeto y perdón, se les cierran las puertas, si cada uno vuelve al mismo pecado original -«yo soy el único dios de mí mismo y decido unilateralmente qué está bien o mal» -, ¿qué va a ser de esta sociedad? ¿Habrá cárceles y cementerios para tanta violencia? Tenlo por seguro, más valen diez minutos compartiendo un café y un abrazo, que tres horas de WhatsApp.