Recuerdo la llave de la puerta de casa, en el pueblo. Era enorme. Era una de esas llaves antiguas que no te cabían en el bolsillo. Además, había sólo una. Si se cerraba la puerta, se solía dejar en la gatera de la bodega, que por dentro tenía un clavo para colgarla. Aunque la puerta siempre estaba abierta, incluso cuando todos habíamos salido.

Nadie deja hoy las puertas abiertas. De igual modo, cuando una persona mayor te reñía por lo que estabas haciendo, aquello era la misma palabra de tus padres, obedecías y aguantabas el chaparrón, rezando, además, de que no se enterasen en casa, porque la cosa podía ser peor. Otro tanto sucedía si alguien de edad te pedía que le hicieses un favor, dícese, por ejemplo, ir a comprar el pan. No protestabas, ibas rápido. Sabías que, cumpliendo, solía caer alguna pesetilla o un caramelo, a veces nada, pero lo hacía igualmente.

Una niña que vivió eso, y aún más, hoy muy entrada en años, se quejaba estos días, en los que también se ha hablado mucho de la pérdida de autoridad de los maestros frente a niños y padres, de que si dices algo a un niño o joven por la calle, advirtiéndole de su mal comportamiento, lo menos que te puedes esperar es que te diga: “¡Cállate, vieja, y métete en tu casa!” Ella, que le tocó obedecer a los mayores sin rechistar, resulta que ahora, rechistando aún menos, le toca obedecer a los que, por el contrario, le deberían obedecer a ella.

Este empoderamiento total de los niños, aún por formar en valores y henchidos de toda permisión, defendidos, hasta sin razón, por sus padres, sólo nos puede traer disgustos y enfrentamientos. Para ellos puede ser peor, porque no será extraño que, ante la primera frustración, queden hundidos. Adultos, sensatez y responsabilidad: los niños son niños y necesitan guía; los adultos, respeto y respetarse, sólo así los pequeños aprenderán.