Tenía que ser así y así ha sido. Jamás hubiera imaginado volver a escribir en el EXTREMADURA para, como otras veces, despedir a una persona a la que me ha unido el vínculo inigualable de la amistad. Había jurado solemnemente pasar de la muerte, pero su presencia es en ocasiones tan insoportable que no he tenido más remedio que exteriorizar mi dolor y compartirlo.

Al final de este aciago fin de semana me entero de que, agazapada en una carretera, ha arrebatado la vida a un muchacho, casi un niño, hijo de un gran profesor de nuestra universidad. Jesús, no te puedes imaginar cómo lo he sentido.

Y hoy, cuando aún está vivo el homenaje al maestro, celebrado hace apenas unos días, se va alguien que poseía todas las virtudes que deben adornar a los profesionales de la enseñanza. Se nos ha ido Carlos Guardiola, hombre bueno, amigo entrañable, trabajador incansable y omnipresente en diferentes foros culturales de la ciudad. Como un rito, cada 23 de septiembre sonaba mi teléfono, era él para felicitarme en mi cumpleaños, al día siguiente le llamaba yo para felicitarle por el suyo. Ambos teníamos la misma edad, los mismos ideales e idéntica concepción de la educación. Por eso, al sonar el teléfono ayer, supe que algo no iba bien y tuve la premonición del segundo golpe de la muerte.

Sólo he tenido fuerzas para ir a clase y rendirle el mejor de los reconocimientos que sin duda merecía. Hemos leído el Paisaje grana de Juan Ramón y lo he visto con su barba, como al poeta, mirando hacia la cumbre, rodeado de sus alumnos y fotografiando con la sensibilidad que le caracterizaba aquel bello crepúsculo con el sol herido por sus propios cristales que le hacen sangre por doquiera... Y embargado con la paz que él transmitía, he sentido su marcha como un desgarro, como una paloma, como la página de EL PERIODICO, que alza de nuevo su vuelo esperanzado, elevándose a pesar de los ballesteros que han querido y no han podido matar su libertad. Vuela libre, amigo Carlos.

*Maestro.