Treinta años de democracia y treinta años en Cáceres le han dado, por fin, la alcaldía a una mujer en la ciudad tan vetusta como aplomada y conservadora. Tan inimaginable hace ese tiempo como normal lo fue ayer: una mujer, alcaldesa de Cáceres.

No resulta ya una excepción lo que la realidad evidencia: la mujer ha irrumpido en la vida política con más fuerza que el hombre, abotargado por su propio poder, el que se le suponía que tenía y pierde ebrio del propio poder. Antes por formación y trabajo que por ley, la igualdad no sólo se le supone a la mujer: se constata y se instaura más por méritos propios y por mayoría que por deméritos del hombre. El género ha dejado de ser un minuendo social para erigirse en un sumando político. Los roles exclusivos y excluyentes de género van cayendo como las hojas de otoño. Lejos quedan el sintagma del antiguo DNI: de profesión, "sus labores" y aquella H identificativa del género que envilecía su condición humana y moral.

Es el hombre el que ha de demostrar hoy que el valor se le supone y que los méritos no residen sólo en sus atributos de género, sino en los que la sociedad actual requiere, los mismos que a la mujer. La mujer actual ha pasado de la marginación social y política del antiguo régimen a la primera línea en todos los frentes. Ha sumado a sus antiguos roles por amor y obediencia los que el hombre siempre le negó por ambición y tradición. Su bastón de mando en casa, si lo hubiere, lo ha trasladado al ayuntamiento, al parlamento, a la empresa, a la Administración, a los servicios. La sensibilidad y el arrojo de la mujer persiguen lo que el hombre es incapaz de encontrar: el bienestar no sólo de su familia, sino de su entorno. El género femenino abre por méritos propios su campo conceptual al arco iris social. La mujer ya no es sierva, sino compañera y aliada. La ley sálica ha perdido su razón de ser en una sociedad que hoy enaltece a la mujer por los méritos que ayer le negó.

"General que en cien batallas vence, nada habrá ganado si la ciento una pierde". Un solo desacierto puede dar al traste con los méritos adquiridos, que a la mujer se le multiplican. Zamora no se ganó en una hora ni Cáceres en doce años. Doña Urraca logró el poder tras siete meses de asedio y doña Carmen tras doce años de batallas y ocho de trabajos en la oposición y el asedio forzados. La primera por legitimidad dinástica; la segunda por la legitimidad del pacto emanado de la legalidad de las urnas, porque "no da Dios pan sino en ero sembrado". Tan de Cáceres, pues, como Carmen y José; que no se es de donde se nace, sino de donde se pace.

Su predecesor, Saponi, había dicho de ella que era "ambiciosa"; pero su ambición no ha sido el poder por el poder mismo, sino por vocación política y por voluntad de servicio. No es la ambición desmedida de otros que, por inalcanzable, desemboca en el rencor rabioso o en los ayes de la desventura por la dicha alcanzada y perdida o por la nunca lograda. Su ambición ha sido el trabajo y la constancia, el rigor científico aplicado a la política y esta otra arte de la política: la voluntad de espera, tejedora del temple que haya de asistirle.

Cáceres declina y conjuga desde el sábado una nueva palabra nunca aquí pronunciada: alcaldesa. La primera mujer, sí, y que no sea la última. Siempre tuvo que haber una pionera y ella lo ha sido, adelantada a su tiempo. Cáceres irrumpe con ella en la modernidad al instituir la normalidad en ley y auparla a la primera magistratura. El cambio no es sólo de género, sino de estilo: en el nuevo sentido de la política, en la acción de gobierno, en las relaciones sociales y en el trato con las personas a las que se dirige la acción de gobernar.

Carmen entronca con su entrada en la alcaldía con quienes, como ella, ya son legión en Extremadura y España. Ojalá el pacto sirva para reforzar el progreso de la ciudad y sus palabras de ayer sigan la conseja de Lope en "La Dorotea" y Gracián en "El Criticón": responder a la necesidad ajena con hechos y no con buenas palabras. "Obras son amores, que no buenas razones".