La celebración carnavalera se acerca a pueblos y ciudades que desde tiempos remotos se recrean en una fiesta que, durante unos días, articula permisividad, tolerancia y crítica social o doméstica, días que se conviertan en protagonistas del ocio popular. Al margen de sus orígenes bacanales o saturnales, el carnaval es tiempo de rebeldía y de travestismo, que oculta apariencias y concede libertades. Este contenido, lúdico y libertino, de una fiesta de origen profano, ha propiciado que a lo largo de la historia haya sido motivo de control por aquellas instituciones que no podían permitir, que la celebración del carnaval se pudiese convertir en un espacio para la rebeldía de súbditos o devotos.

En 1523 el entonces rey Carlos I, ya había prohibido el uso de máscaras o disfraces durante el periodo de carnaval en los territorios de la corona. Su desarrollo festivo sería censurado en diferentes etapas de la historia, para ello los concejos dictaban las oportunas reglas encargadas de vigilar a los vecinos afectos a la celebración carnavalera, para que el jolgorio no acarrease insubordinación. En 1836, el entonces alcalde de Cáceres Gonzalo de Carvajal, publica un bando para «el buen gobierno del carnaval», donde establece una serie de normas que prohíben el uso de disfraces alusivos a eclesiásticos o cualquier orden religiosa. Otras pautas que tenían que seguir los vecinos, eran no poder salir disfrazados a las calles hasta pasadas las 4 de la tarde, después de terminados los sermones de 40 días, para ello al toque de campanas se cerrarían todas las tabernas y locales de ocio de la villa, bajo multa de 2 ducados para el tabernero y 4 reales a cada parroquiano que estuviese dentro. También se recomienda moderación y prudencia en la diversión, así como no proferir palabras obscenas e injuriosas, de manera especial contra el ayuntamiento. Todo ello castigado con «el rigor de las leyes».

Durante gran parte del siglo XX continuaran de manera explícita las limitaciones festivas del carnaval. En 1911, el alcalde José Acha, ordena que no se usen máscaras ni disfraces en las calles desde el anochecer en adelante, así como la prohibición de hacer parodias que ofendiesen a la religión, a lo cual habría que añadir lo mismo, respecto al uso de vestimentas militares o religiosas o que no se permita el uso de caretas en los bailes durante esos días. Si a esto le añadimos que no se podían tirar cohetes, que la autoridad te podía quitar el disfraz sino era decoroso, que los hombres no se podían vestir de mujer y viceversa o que las comparsas no podían producir ofensas con sus discursos o sátiras, nos encontramos ante un absurdo carnaval, despojado de sus principales señas de identidad.

A partir de 1937, las nuevas autoridades franquistas dan por finiquitado el carnaval en toda España. Para el nuevo orden, esta fiesta era sinónimo de desenfreno y libertinaje, próxima a lo lascivo y lo insolente. Los carnavales son totalmente prohibidos durante los 40 años de dictadura, debiendo esperar hasta la llegada de la democracia y de los ayuntamientos demócratas, allá por el año 1979, para que, por fin, los ciudadanos pudiesen volver a ponerse el disfraz y echarse a la calle para manifestar libremente todo aquello que, siendo parte del carnaval y de la cultura popular, les había sido sustraído durante siglos.