El domingo pasado subí, como cada día, hasta los 644 metros coronados por la ermita de la Virgen de la Montaña. Mientras ascendía las pendientes del 10% del atajo de Fuente Fría y del 8% del Calvario, pensaba en Fernando Paniagua, el padre de la mujer costalera, esa joven llamada Nazaret cuyo valor e ilusión acabarán con uno de los últimos reductos de la discriminación de la mujer en la ciudad feliz .
En el año 1600 llegaba a Cáceres desde Casas de Millán un hombre llamado Francisco Paniagua. Portaba una imagen de la Virgen y pretendía levantarle una capilla en lo alto de la sierra de la Mosca, al abrigo de unas rocas. Su constancia dio fruto: 26 años después, la capilla era bendecida y la Virgen de la Montaña ocupaba su altar a dos kilómetros de Fuente Concejo.
En el año 2005, otro Paniagua, Fernando, ha iniciado otra lucha, en la que se está dejando jirones de su vida privada y de su sosiego personal. Pretende que su hija Nazaret pueda ser costalera de la Virgen en las mismas condiciones que un hombre y esa reivindicación ha provocado que sea expulsado de la cofradía.
Centenario de la patrona
El próximo 20 de febrero se cumplen 100 años desde que el Papa san Pío X confirmó a Cáceres el patronazgo de la Virgen de la Montaña, decisión perseguida por el ayuntamiento desde 1668. Pero el aniversario no será una fiesta completa si la ciudad feliz sigue siendo, como los alardes de Irún y Fuenterrabía, un reducto machista donde uno de sus actos fundamentales, la bajada en procesión de la Virgen de la Montaña, sigue estando vetado a las mujeres, que sólo pueden portarla en un instante determinado del recorrido.
¿Es acaso la Virgen una cosa de hombres, como el coñac Soberano y los clubs privados ingleses? ¿Es que las mujeres sólo valen para vestirse de campuzas y florear la recepción en Fuente Concejo o para soltar palomas en Mira al Río y colocar colchas en los balcones de Caleros? Las cacereñas piensan que no, pero sólo Nazaret y su padre han decidido hacer frente a una cofradía poco elástica y lo están pagando al sufrir por su actitud un intento de acallarlos y desprestigiarlos.
No sé si Fernando Paniagua insultó a los cofrades que apartaron a su hija de las andas humillándola. Seguramente reaccionaría como suele hacerlo un padre a quien su hija se abraza llorosa y vejada. No debió comportarse así, pero tiene eximentes. El principal, su cariño a la Virgen (es cofrade desde niño) y a su hija.
La directiva de la cofradía no lo ha entendido así y, tras un proceso que suena a juicio de Dios, a apocalipsis florentina de Savonarola y a despropósito de Torquemada, ha expulsado a Fernando Paniagua de la cofradía, una organización que daba sentido a su vida.
Los presuntos insultos y la pérdida de papeles del padre no son ejemplares, pero la lucha de su hija sí debiera convertirse en un estandarte para las mujeres cacereñas devotas de la Virgen. El año del Centenario debería ser el de la igualdad y el del perdón para el segundo Paniagua que marca un hito en la historia del patronazgo virginal de Cáceres.
Si no es así, habrá que pensar con Fernando Paniagua que la cofradía es un mero órgano de representación, un grupo de privilegio donde quien disiente es marginado y donde las mujeres quedan bien como consortes, nunca como protagonistas. Es decir, un floripondio social más de la ciudad feliz .
El domingo pasado, cuando llegué a la ermita de la Virgen, donde me casé, entré a verla. Independientemente de mis creencias, esa capilla del siglo XVIII, levantada sobre la primitiva, me proporciona paz y sosiego. Supongo que eso es lo fundamental y en ese punto, la Virgen no es cosa de hombres, sino de todos los cacereños, diga lo que diga la cofradía.