En las culturas urbanas, los escaparates han sustituido al calendario meteorofenológico. En las ciudades se sabe que llega la primavera porque lo anuncia El Corte Inglés, porque varía el escaparate de Zara, porque tras las cristaleras, Adolfo Domínguez cambia los grises por los terrosos.

Pero las labores del campo, la irrupción de las alergias y la alteración estimulante de la sangre no dependen de los escaparatistas. Los cuerpos, las libidos y los labradores siguen fijándose en las señales que envía la naturaleza para anunciar la tibieza, la sonrisa y el color.

Desde hace un par de semanas, los almendros de San Marquino y los diseminados por los alrededores de Cáceres, e incluso en determinados lugares del casco urbano, han florecido. Su blancura rosácea va pareja a un cambio de sensibilidad y es la mejor garantía de que avanza inexorable la primavera.

POR GARROVILLAS

La carretera que une Garrovillas con Navas del Madroño es un incesante mar de blancuras donde entre trinos, soles y olores, el cuerpo se deleita y reviven Virgilio, Garcilaso y la hueste infinita de bardos de la naturaleza. Cerca de allí, en las charcas de Arroyo, aletean inquietos los cormoranes barruntando la hora del viaje. Y las grullas, que ya tienen el color ceniciento de la saciedad, están a punto de cambiar las dehesas extremeñas por los campos de Finlandia.

No, la primavera no depende de la mercadotecnia escaparatista, sino del rigor migratorio de las golondrinas, que llegaron a los aleros de los tejados al tiempo que las yemas de los almendros se abrían en pétalos.

Curiosamente, la modernidad indicadora de las ciudades, con sus boutiques florecidas, también se ha trasladado a los pueblos cacereños, donde el cambio de estación no se constata sólo por los nidos de golondrinas en el alero de los tejados, sino por los CD que cuelgan para que su reflejo asuste al ave y se busque otro lugar donde colocar su señal de primavera.