Muchos cacereños viven sobre antiguos cementerios y enterramientos dispersos. Algunas tumbas rondan los dos milenios de antigüedad y otras, las más recientes, tienen ya dos siglos. En Hollywood llevaron un argumento similar a la gran pantalla, le agregaron tintes paranormales y obtuvieron ingresos millonarios. Pero en realidad los camposantos ocultos se repiten en muchísimas ciudades sin que nada haya alterado el sueño eterno de los que allí reposan. Ironías aparte, la capital cacereña conserva en el subsuelo diversos cementerios donde los lugareños recibieron sepultura durante largas centurias, hasta que comenzó a utilizarse el camposanto actual a principios del siglo XIX.

"Los principales estaban situados junto a las primeras parroquias: dos intramuros, Santa María y San Mateo, y dos extramuros, San Juan y Santiago. Las familias más pudientes se enterraban dentro de los templos", explica el responsable del Archivo Histórico Municipal y Cronista Oficial de Cáceres, Fernando Jiménez Berrocal. Pero también hubo camposantos, hoy soterrados, junto a ermitas, hospitales y conventos. Sobre todos ellos, una vez en desuso, fueron extendiéndose viviendas, jardines, calles y carreteras.

Las costumbres funerarias han ido variando a lo largo de la historia. "Ya en la colonia de Norba Caesarina (siglo I a.C -- siglo V d.C), los romanos tenían prohibido por la Ley de las Doce Tablas que los enterramientos se hicieran dentro de las ciudades", explica el historiador Antonio Rodríguez González, investigador y autor de varios trabajos. Aducían entonces motivos religiosos, pero en el fondo lo hacían por razones de sanidad y seguridad: sepultar a los muertos junto a los vivos suponía un foco de infecciones, e incinerarlos en la plaza entrañaba un peligro de incendio. Por ello los enterraban en los caminos de las ciudades, en lugares visibles y fáciles de visitar.

"Las necrópolis de Cáceres estaban en la entrada y salida de la Vía de la Plata", detalla Antonio Rodríguez. Se trata de la actual zona de San Francisco y el Marco, por un lado, y San Blas y Pinilla, por otro, donde se han documentado lápidas con inscripciones epigráficas, algunas únicas como la placa en mármol de un pretoriano que guarda el museo.

Los muertos, dentro

Con la decadencia del Imperio Romano y la irrupción del cristianismo cambiaron las prácticas funerarias. "Se abandonó la incineración en favor de la inhumación. Por motivos religiosos, la gente comenzó a enterrarse junto a los lugares de culto, en las iglesias, dentro de la propia ciudad, surgiendo así los cementerios parroquiales", señala Antonio Rodríguez González.

Allí fueron sepultados la gran mayoría de los cacereños durante siglos y siglos, si bien este procedimiento se vio alterado por la invasión musulmana. Pese a la larga y numerosa ocupación de los almohades, sobre todo en los siglos XII-XIII, no se ha documentado un solo enterramiento de esa época, quizás porque sus espacios funerarios fueron amortizados en época cristiana.

Llegada la Reconquista, prosiguieron los enterramientos dentro y fuera de los templos. En Cáceres, las iglesias tradicionales eran grandes sepulturas colectivas con capillas laterales o tumbas bajo el pavimento, blasonadas con los escudos de los linajes. Pero el hedor debía hacerse insoportable y la imagen tampoco era tan artística. Un viajero del siglo XVIII, Antonio Ponz, recoge en sus escritos la mala imagen que ofrecían las grandes telas negras que colgaban de las tumbas de las iglesias, dejadas allí durante años. "Los que son títulos (nobles) suelen distinguirse con un dosel muy alto de bayeta negra. Los que no, con un paño de bayeta del mismo color (...) Todo el año representan estas iglesias un fúnebre espectáculo", dice en su libro, que a la vez elogia la valía histórica de las lápidas.

Focos de infección

En cambio, la mayoría de la población se enterraba fuera, alrededor de los templos de Santa María, Santiago, San Juan y San Mateo. Los cementerios estaban en torno a los ábsides, de ahí los nombres de algunas calles como Gloria o Amargura junto a la concatedral. El mal olor también debía ser continuo y las condiciones sanitarias poco adecuadas al ubicarse en el centro de la ciudad. De hecho constituían focos de infección. "Se enterraban sin ataúd, y las fosas se reutilizaban continuamente", explica Fernando Jiménez Berrocal. Por ello, cuando se producían epidemias o guerras, "los camposantos contribuían a propagar las enfermedades. La Iglesia, en estos casos, obligó a realizar sepulturas temporales fuera de la villa", señala.

Los entierros también eran distintos. Las familias pudientes utilizaban ataúdes, pero en el resto de los casos, si se utilizaban, era solo para el transporte hasta el camposanto. Todos los preparativos corrían a cargo de las cofradías, responsables de atender a las personas en sus últimos momentos y de organizar los enterramientos. Precisamente, las familias iban abonando una cuota a las hermandades, diferente según las posibilidades económicas. Los poderosos tenían derecho a entierros ceremoniosos con plañideras, miembros del clero y otros religiosos,