TMtediaba una tarde fresca del mes de junio cuando, animados por la bonanza de la temperatura insólita, partimos para barzonear por los fragosos parajes del ribero hacia donde Almonte y Tajo se funden y confunden.

Es lo que tiene este afán por revivir, más bien respirar los lugares por los que pasaron aquellos hombres que el tiempo relega inevitablemente al olvido. Al común de la gente, todo esto de los viejos caminos por los que viajaron los de ayer, le importa tal vez menos que un comino, que debe de ser muy poquita cosa. Bueno, pues aun así, condujimos el auto por el carril que sale a la diestra de la misma Nacional 630 y subimos al raspil del Baldío, más o menos un kilómetro adentro.

Céfiro movía las retamas y gracias a unas pardas nubes altas, el castigo de Febo era poco y esporádico. Tarde llevadera y rara. La calzada, en el fragosil del ribero, se adivina a duras penas. El túnel de Cantalobos y la N-630 interrumpen el trazado de la misma antes de las curvas pronunciadas de la Península, allá donde la calzada se inclinaba hasta el primitivo paraje, en el que estuvo ubicado el romano puente de Mantible o Alconétar.

Emprendimos el camino hacia atrás, es decir hasta los altos del Baldío; pero para ello buscamos entre el barzal tupido de acebuches y retamas los "entalles" o trabajos en las paredes de pizarra de las piquetas de los esforzados camineros romanos.

Bien es cierto, y hay que contarlo antes de seguir adelante, que habíamos llegado a la carretera N-630 bajando por una ladera solana, paralela a la depresión que alberga el trazado de la calzada, y en la que habíamos podido observar y contemplar de nuevo otro de los lamentables cementerios de miliarios.

Hasta ocho testigos de piedra, tumbados ignominiosamente en el suelo, aguantan en el triste paraje, la sucesión inexorable de los siglos. Alea jacta est. Albergamos la esperanza y la ilusión de recuperar algún día todos esos nobles legados pétreos para que marquen el camino de los caminantes en el auténtico y original trazado de la calzada delapidata.

Los peregrinos de hoy siguen el curso del carril rodado que lleva hasta la carretera. No creemos que sepan, --no es nada fácil--, que la vieja y milenaria calzada está allí, un poco más abajo, semi o casi perdida entre el fragor del sardón y los dientes de perro.

El tiempo y la erosión fueron despejando aquellos materiales, cuarzos y granitos varios, que acumularon sobre ella los amanuenses romanos. Al cabo, ascendimos por donde la experiencia de J. G. M. determinaba que debería ir el trazo original de la vieja senda; la cual, a veces, nos mostraba la huella resistente de sus cunetas y de sus piedras marcando los bordillos.

El huidizo sol caía por poniente cuando abandonamos el paraje fragoso del ribero del Baldío. Siempre sienta bien una buena caminata y más si percibe uno la urdimbre de una historia sugestiva como la huella de nuestra madre Roma. ¡Ave Caesar!