En mi adolescencia no existía la ciudad monumental. Era la ciudad antigua. Tenía pocos visitantes foráneos, pero muchos indígenas. Sobre todo estudiantes, pues en su casco se situaban el Isti, Cristo Rey, las Carmelitas, el Pade y el seminario de los frailes.

Durante muchos años fue el paso obligado para acudir a la escuela, pues iba a las Anejas, por entonces ubicadas en la empinada calle Sierpes. Una calle que más adelante subía a toda velocidad con el objeto de llegar a casa antes de las diez de la noche tras haber dejado a mi amor adolescente en las cercanías de Colón. Culminar San Mateo resultaba trabajoso, pero bajar hasta la Cuesta del Maestre se hacía en un suspiro.

La calle de la Compañía nos servía de campo de fútbol, sobre todo en su estrecho final. Y no digamos la plaza de San Mateo. Frente al Isti había una casona en la que nos refugiábamos para echar los primeros pitillos, generalmente de anís. La actual plaza de San Jorge estaba ocupada por una carpintería y daba acceso a las escaleras en las que se daba el bati (sentarlos en ellas y bajarlos por las mismas dando culadas) a los Pipis (los nuevos). A la derecha, las escaleras que conducían a la iglesia y que servían de asiento mientras se esperaba a los profesores. Si pasaba un profesor se ocultaban los cigarros, la gente se levantaba y daba los buenos días.

Las puertas de las casas estaban siempre abiertas y veíamos los patios e incluso entrar en ellos para ver los cuernos de animales producto de la caza mayor.

De la caza menor nos ocupábamos nosotros. Tirachinas en ristre nos apostábamos ante los agujeros de las fachadas a la espera de los kicas. Por entonces había muchos kicas, algunas chovas y golondrinas que eran intocables pues se decía que habían quitado las espinas a Cristo.