Estamos en Cuaresma, a la que se asocia toda una cultura gastronómica que se ha ido gestando a lo largo de los tiempos, desde el siglo XI después de Cristo, en que el papa San Telesforo, que reinó del 125 al 136, instituyó el ayuno ritual en las siete semanas antes de Pascua, número aproximado de 40 días. Es una cifra simbólica que recuerda el ayuno de Elías, de Moisés o del mismo Cristo en el desierto, y que fue traducida literalmente por los padres griegos, quedándose como cifra referencial y de la que deriva el nombre de Cuaresma.

Este número se ampliará en tiempos sucesivos hasta los 58 días al sacar de la relación los sábados y domingos, ya que al ser una fiesta dedicada a honrar el nombre de Dios no procedía que fueran penitenciales. Así se mantendrá durante toda la Edad Media y, al ser tan dilatado el tiempo de vigencia de estas normas, se irá gestando una cultura gastronómica específica, gran parte de la cual nos llegará a través de los recetarios de los grandes cenobios como Guadalupe o San Benito de Alcántara.

El ayuno era total y sólo se permitía una comida en horas vespertinas (que luego pasó al mediodía) y una abstinencia de carne y de todo lo relacionado con ella, al punto que alcanzaba la prohibición de huevos, leche y queso. Milagrosamente se salvaron los pescados, lo que ha permitido disponer de cientos de recetas de bacalao, escabeches, mojes y guisos en los que los abundantes pobladores de las aguas se constituyen en principal ingrediente.

La Cuaresma ha sido modificada en numerosas ocasiones tanto en duración como ejercicio, contenido y significado. En la actualidad su duración es de 40 días y en ella, todos los viernes se ha de mantener la abstinencia de carne y en los días de Miércoles de Ceniza y Viernes Santo se debe practicar el ayuno, no habiendo normas fijadas para el resto de los días en cuanto a comidas.

Históricamente, lo dilatado de la Cuaresma (40 días) y las carencias de la población, temerosa de Dios (literalmente hablando) y de la nobleza a la que sirve, mayoritariamente analfabeta (la cultura sólo brilla en los monasterios y catedrales), atrasada en materia de comercio y comunicaciones, lo que no favorecía el intercambio, y con una economía de subsistencia, hicieron que el ingenio se agudizara a la hora de dar de comer a la prole todos los días, además en una época en la que las familias tenían muchos hijos porque la mortalidad infantil era altísima y la cultura religiosa y de vasallaje lo imponían.

En cuántas ocasiones, cuando en muchas casas sólo había pan sobrante del día anterior, ajos y aceite, nacían las sopas de ajo o las migas; y si además había vino y miel bien pudieron nacer las torrijas. En muchos casos sólo se encontraba harina, aceite, sal y agua, naciendo los coquillos, o recetas similares ya que la evolución de algunos platos ha sido notoria. Durante siglos, en las casas humildes se ponía una olla de hierro con agua al fuego y allí se echaba lo que había: unas hierbas o verduras ( coles, acelgas o espinacas), alguna legumbre (garbanzo, alubia o lenteja), en algunos casos arroz y en épocas ya más recientes la patata. Como núcleo fundamental del plato se solía poner algún trozo de carne o tasajo procedente de las matanzas, algún hueso cuando no había carne y en tiempos cuaresmales el bacalao, si lo había e incluso sin carne ni pescado si llegaba el caso. Esto dará lugar a los numerosísimos platos españoles dedicados a la olla, si bien han ido cambiando y adaptándose a los tiempos y lugares: Cocido madrileño, cocido montañés, olla podrida, escudella catalana, pote gallego, puchero etc... Y en tiempos de cuaresma serán los propios ingredientes los que den nombre a estas ollas pero con el galicismo de potaje (derivado de la palabra gala potage ): potaje de garbanzos y bacalao; de acelgas, arroz y bacalao; de espinacas, bacalao, alubias y garbanzos, y no faltará el más contundente que mezclará todos los ingredientes citados antes.

La coincidencia de la Cuaresma con la primavera hará que muchas hierbas o tubérculos se incorporen a la mesa: berros, pamplinas, poleos, achicorias, verdolagas, espárragos, ortigas, criadillas, creando multitud de revueltos, tortillas o sopas que hoy degustamos, y valoramos.

La necesidad de comer proteínas animales, sin poder sacarlas de las carnes obliga a incorporar a la mesa carpas, bogas, tencas, truchas que en muchos casos se presentaban como mojes o escabeches para que el vinagre, conservante natural, dilatara la duración de las comidas en épocas en las que no existía otro modo de conservación.

Pero el rey de la Cuaresma es el bacalao. Aunque no siempre fue así, ya que en un principio fue considerado comida de pobres y se intentaba disfrazar su sabor. En España, el bacalao al pil pil, a la vizcaína, a la riojana, soldados de Pavía, revueltos, brandadas, empanadas y tortillas, son recetas ya tradicionales que junto a otros de las nuevas tendencias como carpaccios, marinados, en ensaladas, hojaldrados o confitados dan idea de las posibilidades de este pescado que aún hoy es el rey de la mesa de Cuaresma.