Se tiene conocimiento de que las Procesiones comenzaron ya en la Edad Media. Tenían éstas sus antecedentes cristianos en los cortejos fúnebres que se organizaban para dar sepultura a los cuerpos de los mártires y para la traslación de las reliquias. Más tarde, una vez lograda la paz en la iglesia, se organizaron las de letanías, que tenían carácter propiciatorio, gratulatorio u honorífico y, por último, ya instituida la Cuaresma, las de las Estaciones de Penitencia, que tenían peculiarmente un carácter expiatorio.

Eran Procesiones como actos de fe, donde acudía el pueblo entero, presidido por el clero, realizando penitencias, desfilando en ellas largas filas de disciplinantes, entonando lamentaciones y salmos, implorando perdón y confesando culpas. Pero en ellas no desfilaban imágenes al estar en vigor las disposiciones del Concilio Nacional de Elvira, que en su Canon XXXVI había prohibido el culto de las imágenes.

Si España sirvió tan firmemente la Fe de Cristo, era natural que entendiese mejor que ningún otro pueblo el Drama de la Redención, comprendiendo que no era suficiente el templo. Allí estaba, era verdad, el Crucificado, abriendo sus brazos a los fieles; allí estaba su Madre, llorosa, arrebatada al pie de la Cruz....Pero hacía falta un dinamismo más dramático. El tiempo, siglos XVI y XVII, exigía ese ritmo, porque el signo del Imperio presidía nuestra vida. Era preciso ensanchar la Fe, se necesitaba que Cristo muriera a plena luz, entre gemidos y gritos de las muchedumbres para que viviera para siempre en el alma de cada hombre.

A partir del Concilio de Trento (1.545-1.563) es cuando las imágenes salen a la calle procesionalmente, debido al auge que cobran las hermandades penitenciales. La Fe, hondamente sentida en el interior de la persona, se concretó en la Cofradía, en la reunión piadosa de un grupo social que se proponía honrar con su devoción a una imagen o a un misterio de la Pasión de Cristo. Eran las cofradías de Luz y de Sangre. El cofrade quería dar pruebas públicas de que oraba y meditaba en la Pasión del Salvador y hacía penitencia.

El siglo XVII es el período culminante de la Semana Santa Española. En él el espíritu cofradiero, que ya había aparecido entre nosotros en el siglo XV, comienza a desarrollarse y con él se intensifica la manifestación cultual de las procesiones que se revisten de una gran importancia y de una gran solemnidad. La Semana Santa fue desde entonces un gran movimiento popular que se extendió rápidamente por toda España, surgiendo así como la manifestación colectiva de un sentimiento unánime de nuestra religiosidad popular, como una necesidad espiritual incontenible de proyectar las vibraciones del alma nacional ante el recuerdo de la gran tragedia, para unirnos en ella y mediante ella al Misterio Augusto de la Redención. En Cáceres se tiene constancia documentada de celebrar Desfiles Procesionales ya desde el año 1.609. Procesiones con imágenes que recorrían las calles empedradas de la vieja Villa, para orar ante los sagrarios de las distintas parroquias, donde se entonaban los salmos del Miserere.

Las Cofradías Cacereñas, desde hace siglos, han contribuido con sus emotivos recorridos a que puedan presenciarse unos actos verdaderamente impresionantes, un espectáculo que cautiva el corazón de los católicos. Porque además de los itinerarios emocionales-especialmente los que se desarrollan por el marco incomparable del Cáceres viejo y señorial, por ese Adarve de la ciudad amurallada que embelesa y que nos transporta a Jerusalén-, las Cofradías Cacereñas cuentan con imágenes, pasos y tronos de una gran riqueza, que es justo pregonar y divulgar por todos los vientos para que se sepa del valor de la Semana Santa de Cáceres, Fiesta de Interés Turístico Internacional, con una solera indiscutible en los anales hispanos, que mantiene Procesiones tradicionales que son el orgullo externo de los días santos.

El hechizo de Cáceres, el encanto que emana de esta ciudad eterna y la gracia cristiana, henchida de espiritualidad, dan tono severo a la conmemoración del Divino Drama del Calvario, que hace que acudan a la población alto-extremeña gentes de la más variada geografía nacional y extranjera, para presenciar unos Desfiles Procesionales en los que aparecen conjugados la fe, la emoción religiosa y el goce estético de un espectáculo que no tiene igual.