Los vascos presumen de tener siete apellidos euskaldunes y los catalanes, de descender del mismísimo Wilfred el Pilos, pero en la ciudad feliz sucede al revés: el cacereño te suelta enseguida que tiene un apellido cántabro, valenciano, o del Baix Llobregat y te lo dice con presunción satisfecha, como dejando clarito que es muy cosmopolita y muy poco de aquí.

Aunque el eslogan electoral del PP, de Cáceres de toda la vida , haya triunfado, a la hora de la verdad, el cacereño de toda la vida valora mucho el poder presumir de ciertas gotas de sangre foránea y está encantado de tener un segundo o quinto apellido Feliu, Mendiño o Carrión.

En Lugo o Tarragona, bautizan a los niños Cibrán o Pau con auténtica emoción. En Cáceres, lo de Montaña está cada vez más en desuso y no parece que nadie se enorgullezca por apellidarse Sanguino, Cotrina o Borrella, que esos sí que son patronímicos cacereños de toda la vida.

Esta falta de autoestima de estirpe, tan común en la ciudad feliz , sería impensable en Vinaros o Melide, donde cuando alguien, sobre todo si es joven, se presenta, deletrea sus apellidos de la tierra como si dijera el sí quiero ante el altar.

PURO Y SIMPLE COMPLEJO

El menosprecio de lo propio podría entenderse como un rasgo de universalidad, como una manera de abrirse al mundo y no encerrarse en el ombligo del localismo. Pero quizás no sea el cosmopolitismo lo que palpite en esa alabanza de lo ajeno, en ese rebuscar orígenes lejanos, sino puro y simple complejo.

Observemos una petición de mano en Donosti y en Cáceres. Tan ridículo resulta el padre vasco que asegura a la familia que pide la mano de su Izaskun: "Pues la niña tiene diecisiete apellidos euskaldunes de pura cepa"... Como la madre de la ciudad feliz que no pierde tiempo para presumir de la gotita de sangre no extremeña de su Monse: "Pues no lo parecerá, pero la niña tuvo un tatarabuelo catalán que era viajante de los Calaff y un bisabuelo irlandés que estuvo por aquí de tanquista en la guerra civil".

Otro síntoma de desprecio de lo propio y exaltación de lo ajeno es esa mitificación tan cacereña del fonema alveolar fricativo implosivo. Es decir, de la ese colocada antes de consonante o al final de una palabra. No hay cosa que más le guste a muchos cacereños de toda la vida que esforzarse por hablar con la ese, aunque para ello se salpique a toda la concurrencia.

Entre mucha gente de buen tono de la ciudad feliz , es costumbre muy frecuente el aborrecer la ese aspirada, tan extremeña, tan castúa, tan paletita la pobre, y luchar denodadamente por componer una fricativa tan sonora y sibilante que acaba pareciendo más francesa que de Burgos o San Millán. Lo mismo sucede con la jota aspirada.

¡Hay que ver los esfuerzos del cacereño postinero peleando con sus eses y sus jotas, salivando inmisericorde a los presentes y ufano de su finura! No sabe que ningún lingüista acepta que un dialecto regional sea una versión inferior de la lengua común. En Andalucía y en la propia Badajoz lo tienen más claro y no confunden el nivel cultural con las normas oficiales de pronunciación del español.

Se dice mucho que la ciudad feliz no lucha por lo suyo ni se hace respetar, pero antes será necesario que el cacereño se respete a sí mismo y se muestre tan orgulloso de su particular manera de hablar como de sus orígenes. Que no esconda su ese aspirada ni desprecie su apellido.

Los Señoráns gallegos presumen de haber sido pescadores. Los Raventós catalanes se enorgullecen de sus orígenes vendimiadores. Los cacereños Paredes, Guerra y Antequera fueron labradores; los Ojalvo y Cotrina, curtidores; los Tovar, herreros; los Romero, carreteros; los Polo, arrieros... Pues a mucha honra. ¡Y de Cácereh !