Marcaron una época que se marchó con ellos. Sus elegantes salones fueron testigos de la vida social cacereña. Entre sorbo y sorbo, las clases acomodadas conocían todo lo que ocurría en la ciudad, afianzaban sus relaciones y asistían a acontecimientos culturales que se programaban de forma frecuente. Eran los antiguos cafés cacereños, con su diseño clásico, sus excepcionales lámparas, sus maderas nobles y su ambiente refinado. Espacios históricos y emblemáticos en los que se respiraba el aroma de los tiempos. Muchas ciudades los conservan (El Dólar, en Oviedo; La Granja, en Bilbao; Novelty, en Salamanca; el Café Derby, en Santiago de Compostela...), pero Cáceres no preserva ninguno de sus clásicos.

Lástima que estos referentes de los avatares sociales e intelectuales no hayan sobrevivido hasta el momento. Porque los hubo, y muy destacados: Café de la Esperanza, Santa Catalina, Viena, Jamec, Avenida... «Realmente comenzaron a principios de siglo, influidos por aquellos locales que se pusieron de moda como el Café Gijón, en Madrid, o El Iruña, en Bilbao», explica el historiador José Manuel Martín-Cisneros. Sin embargo, en Cáceres, aunque fueron frecuentados por cierta intelectualidad de la época, no llegaron a ser cunas culturales ni grandes espacios de creatividad. «Eran centros sociales», subraya.

Y para entenderlos en su contexto, hay que remontarse al Cáceres del siglo XX, desde las primeras décadas hasta los años 60. «Se podía elegir entre pocas opciones: pasear o ir al cine, que vivió su época gloriosa, con el Gran Teatro abierto en los años 20, el Norba en los años 30, el Capitol en los años 40, y el Coliseum y el Astoria en los años 60. Los estrenos de los domingos suponían un auténtico acontecimiento social», relata el historiador. «Éste era el público que también acudía a los cafés», indica.

El denominado Café de la Esperanza debió ser el primero y más antiguo de Cáceres. Fue inaugurado en 1853 en la calle Pintores y se mantuvo como el único local de su estilo hasta comienzos de siglo XX, cuando empezaron a proliferar otros cafés que coparon los acontecimientos de la época.

El Santa Catalina abarcó la vida social cacereña de principios del siglo XX. Fue instalado por la familia Montalbán en una caseta en la plaza Mayor, luego se trasladó a la calle Paneras y finalmente ocupó los bajos del Hotel Europa (donde hoy se sitúa el restaurante El Pato). Se convirtió en el primer alojamiento con entidad que tuvo Cáceres, de gran relumbrón, también impulsado por los Montalbán, los primeros hoteleros formales de la urbe.

Desde este lugar tan estratégico, el Santa Catalina supuso un espacio de encuentro de los ciudadanos con cierto peso social, y albergó la mayoría de las celebraciones sociales de la época.

Entre 1921 y los años 50 funcionó otro local mítico: el Café Viena. Fue inaugurado en la calle Pintores por el empresario Carlos Municio Rodríguez, que reformó por completo el solar. En su interior se citaba un amplio espectro de la población cacereña, desde ganaderos a literatos. Se celebraban tertulias de las que han salido algunas de las figuras literarias más relevantes de la ciudad. Cuentan que Pedro de Lorenzo y Alfredo Marqueríe escribieron allí Tristón del Tedio. En los años 50 desapareció para dar paso a unos almacenes del empresario salmantino Siro Gay, toda una novedad en la ciudad.

EL REFERENTE / Otro emblemático fue el café Jamec, en el nº 21 de Pintores, con estructura modernista al estilo de los cafés bilbaínos Iruña o La Granja, escenario incluido. El proyecto fue encargado al conocido arquitecto Francisco Calvo Traspaderne. Su nombre, Jamec, viene de las iniciales de los hijos de Eugenio Alonso, su fundador en 1935. Fue uno de los primeros cafés en traer orquestina y animadora, y curiosamente cuando nadie conocía a Antonio Machín, recién llegado de Cuba, actuó en este café cacereño con su canción ‘A Baracoa me voy’. También una jovencísima Pilar Lorengar comenzó aquí como animadora para luego convertirse en una de las más famosas artistas líricas a nivel nacional.

«El Jamec tenía una galería corrida de cristales al exterior, de modo que desde dentro se veía la calle Pintores y desde fuera se veía totalmente el local. Los clientes trataban de sentarse en los sitios más cercanos a los ventanales mientras saboreaba su café. Se trataba de ver y ser visto, ésa era quizás la función más importante en esos tiempos del Jamec, que además albergaba un hotel», rememora Martín-Cisneros. Artistas, políticos y literatos compartían tertulia, sobre todo los lunes, en sus sillones de cuero negro. Por el Jamec pasaron personajes como José Antonio Primo de Rivera, Melquiades Álvarez, Torcutao Fernández Miranda y Gil Robles.

En esta época se abrió el Café Toledo en los soportales de la plaza Mayor, en el extremo opuesto al ayuntamiento. «Su propietario fue Amadeo de San Eugenio Pavo, que introdujo un concepto y un mobiliario más moderno, incluso una terraza exterior y una pastelería», detalla José Manuel Martín-Cisneros. No obstante, en Cáceres siempre hubo mucho reparo a sentarse en una terraza y comer en un sitio público. Pero Amadeo debió romper esquemas porque abrió un segundo café con pastelería en la calle San Pedro, y más tarde un hotel en la avenida de Alemania, el hotel Toledo, que supuso otra revolución: organizaba bailes de soldados y criadas donde los cacereños disfrutaban de su escaso tiempo libre. Por supuesto la alta sociedad, recuerda el historiador, solo bailaba en La Concordia, en el baile de Carnaval y en la Feria de Mayo (estas dos últimas citas en el Gran Teatro).

También había otros cafés que muchos recuerdan: el Mercantil, en San Juan, o el selecto Artesanos, en la plaza Mayor, solo para socios. Pero sin duda uno de los más rememorados por quienes peinan canas es el Café Avenida, muy señorial, situado en la avenida de España. Durante la posguerra fue el encargado de reunir a la sociedad de la urbe. Estuvo instalado en los bajos de un edificio emblemático, la Casa de los Picos, en el nº 7 de la avenida de España, levantado en 1937 por el conocido arquitecto Ángel Pérez, quien diseñó numerosos inmuebles en las primeras décadas del siglo XX: el mercado de abastos en la plaza Mayor (derribado en los 70), el cine Norba (1934) o Las Chicuelas.

El Avenida, abierto en 1940 por Virgilio Alejandre, era un local generoso. Tenía mesas dentro y una gran terraza fuera muy concurrida. También contaba con orquestina y con un maestro obrador valenciano que preparada sabrosos helados y pasteles. Los cafés seguían siendo coto de ciertas rentas. La población humilde no podía gastar el dinero en sentarse a tomar un café, y tampoco hay que ocultarlo, «no estaba bien visto», lamenta Martín-Cisneros.

Pero los tiempos cambiaron y a principios de los años 60 se creó el CIR Centro. Soldados de otros puntos del país inundaron las calles cacereñas con más dinero en los bolsillos que los jóvenes cacereños, que si acaso contaban con diez pesetas semanales. Traían los ahorros de sus primeros años de trabajo, incluso coches. «Comenzaron a sentarse en la terraza del Avenida, algo que no gustaba a cierta clientela, que se marchaba airada», relata Martín-Cisneros. Y es que Cáceres estaba cambiando. La creación de la Universidad Laboral supuso por entonces otra revolución. Los cafés se abrieron poco a poco a toda la sociedad.

Con la eclosión de locales a la americana o a la inglesa, y la proliferación de bares por distintos puntos de la ciudad, estos históricos espacios desaparecieron. El Avenida resistió hasta 1972 y el Jamec hasta 1980. En aquella época languidecieron los cafés clásicos. Cáceres perdió su sabor y perdió algo más... mucho más.