TSti los dioses dejaron ciego a aquel Licurgo de la mitología, esperemos que a este de ahora le hagan cosa parecida; a este al que tanto disgustan estos pasos y paseos por los contornos cacereños.

Descargado el ánimo, caminemos con serenidad por el paraje que, a menos de un tiro de piedra, se arrima a las cuestas de la avenida de Hernán Cortés. La memoria, de antaño, no nos llega más que a unos barrancos hostiles en los que, años sesenta, se levantó toda la máquina de ese desafortunado barrio de La Madrila. Pero no es ahora caso de repetir lo tan pertinazmente comentado sobre la intranquilidad nocturna del susodicho paisanaje.

Algo más abajo, en torno al curso del arroyo de Aguas Vivas, el Parque del Príncipe. Podían haberlo bautizado con nombre más afortunado, pero ya no hay remedio, así que dejaremos las lamentaciones estériles.

Si usted, como un servidor, es gran madrugador (y amigo de la caza, por cierto), debería barzonear por el fresco soto, en torno a lo que hace muchos años fue el arroyo de Aguas Vivas. En la parte superior, si tenemos en cuenta su inclinación desde poniente hasta levante, podrá alegrar su ánimo con las cantarinas aguas de una fuente de artificio, mientras observa el catálogo de especies de cactus que allí mismo se nos ofrece.

Un poco más abajo, a la izquierda, las dependencias de los empleados municipales que cuidan de la conservación de parque y jardines. No será difícil dar con la inestimable amabilidad de Matías Simón, que le informará de todo lo habido y por haber.

Empiece ya a contemplar las esculturas. ¿Sabrá el ciudadano cacereño que hay todo un museo escultórico al aire libre en el parque que visitamos? Y si a usted no le dice nada el arte contemporáneo, quédese conmigo contemplando no sé qué aires de epopeya en ese guerrero griego que nos aguarda a la sombra del árbol.

Los árboles. Disfrute en el parque de un arbolado admirable y heterogéneo. Como Dios no nos llevó por los estudios de botánica, apenas distinguimos palmeras, pinos, aligustres, plátanos, acacias, llorones, arbustos mil y una extensa panoplia de la más natural arboladura verde.

Si, par de la fuente Madrila, usted varía la derrota y se aventura por el rincón norte del parque, llegará a una tenebrosa nora de ambiente inquietante; pero no se apure: un poco más abajo, la vida silvestre alejará los ceños fruncidos: los conejitos escorzan por la base de las chumberas cabe la pared del límite. Dejémoslos en paz y volvamos a la médula del paseo central. ¿Se ha fijado en la profusión de aves?

Hasta la majestuosa oropéndola anida en este especialísimo paraje. Si en el monte el rabilargo se aleja continuamente de nosotros para no ponerse a tiro de nuestra escopeta, en el parque, sabedor de que no hay pólvora ni munición que valga, se dejan acercar hasta casi poder cogerlos con la mano. La urraca interrumpe de continuo y a cada tres, puede oírse el arrullo de la tórtola o el tableteo grácil del picapinos en su labor.

Otra amena fuente en el extremo bajo del arroyo de Agua Vivas, dentro del parque; porque, luego, encauzado, pasa la verja y se va al barrio de su nombre, para perderse, lavaderos de Beltrán hacia las afueras. Ha empezado a lucir el sol y damos fin al barzoneo.