Desde niño, a David se le planteó un problema: cómo ejercer de monaguillo toda la vida. Porque él no pensaba en ser cura, él quería ser monaguillo. Estaba en el templo los sábados, los domingos y a diario, leía sucesivos libros sobre santos, tenía preguntas continuas para su profesor de religión y acostumbraba a acompañar a un viejo sacerdote, don Urbano. Además, su madre trabajaba con ancianos y enfermos, y David siempre intentaba acompañarlos un ratito, se sentía a gusto con ellos. Cuando tenía 11 años, el sacerdote y el sacristán fueron a visitar a sus padres para plantearles la posibilidad de que David, visto lo visto, entrase en el seminario.

Y así lo hizo. Con 12 años dejó San Martín de Trevejo e ingresó en el seminario menor. Ahora tiene 20, está en tercer curso del seminario mayor y sabe que quiere ser sacerdote, pero además desea orientar su vocación a apoyar y acompañar a la gente cuando más lo necesiten. "Quiero estar con ellos en sus dolores y enfermedades, llevarles una palabra de esperanza, presentarles el perdón, transmitirles el entusiasmo de la fe. La vida sacerdotal no solo es culto, es mucho más, bastante más", explica.

Miedo a la comodidad

Su principal temor es perder este empuje "y caer con los años en la vagancia. Quiero darme por entero a los demás", afirma. Sin embargo, no le preocupa el compromiso del celibato. "Aquí ni siquiera lo vemos como algo necesario, sino como un don, un regalo, una entrega a la comunidad".

Pero no es un beato en el sentido más coloquial. Se considera un joven de su tiempo y se siente muy satisfecho con su opción de vida. "Es curioso, pero cuando un amigo tiene problemas viene a mí aunque le una más confianza a otros", reconoce. Y es que los jóvenes no están tan alejados de ciertos aspectos. "Pese a que no van por misa, se cuestionan el tema de la fe, de Dios. Están en búsqueda y son buena gente, tienen valores positivos como el entusiasmo y la amistad".