H ace solo algunos años, tal día como el pasado jueves, 15 de junio, hubiera sido una de las fiestas religiosas más sonadas y celebradas en la España «ultracatólica» que nos dejó en herencia Su Excelencia, el Caudillo de España «por la Gracia de Dios». Este era uno de los «tres jueves del año que relumbraban más que el sol»; y cuando los inocentes e ilusionados niños de siete u ocho años tomaban su «primera comunión» disfrazados de marineritos o de novias, rodeados del regocijo santurrón de sus progenitores, sintiendo su primera emoción como españolitos.

¡Oh témpora ¡ ¡Oh mores!

En contraste, el pasado jueves, quince de junio, se celebró por toda España que Podemos había fracasado con su «moción de censura» contra el gobierno. Contra los fraudes, los desfalcos, los cohechos y los desaguisados cometidos por numerosos militantes del PP, cuando fueron situados en las responsabilidades del Estado para cuidar de su cabal cumplimiento y defensa.

Triste celebración; pues ponía de manifiesto que los orgullosos «celtíberos» siguen siendo el pueblo que más veces tropieza en la misma piedra, sin sentir dolor o resquemor en los pies. Que más se crece cuando le fustigan o le roban y que más respeta a los «caciques» o a los mentirosos cuando «tergiversan» los resultados de las elecciones democráticas, mediante «dopajes», «triquiñuelas» y «trilerías» para ganarlas.

Claro que todos estos trucos no son nuevos; aunque los españoles, como ocurre siempre, ya los hayan olvidado. Hace más de cien años, a comienzos del siglo XX, los denunciaba Joaquín Costa en sus libros, conferencias y artículos, para poner de manifiesto ante los ciudadanos de buena voluntad --¡Los que sabían leer, claro esta!-- que los partidos políticos de la «Restauración» --»Conservadores» y «Liberales»-- sólo eran válidos para trastocar las elecciones mediante falsificaciones de actas o con «pucherazos». Implantando un «régimen» y una Monarquía --la de Alfonso XII-- que solo se basaba y se apoyaba en los intereses de la Iglesia, en la defensa económica de los grandes terratenientes y de los nacientes empresarios industriales. Quizá lo mismo que ocurre ahora, para mantener al ejército apartado de la política.

Curiosamente, el pasado 15 de junio -el «Día del Corpus»-- también se conmemoraban los cuarenta años de las primeras votaciones libres y democráticas de la España «postfranquista». Elecciones de las que partían los primeros pasos para restaurar --de nuevo-- una Monarquía Borbónica, parlamentaria, democrática y constitucional, en la que --como en 1885-- dos Partidos: uno «conservador» y otro «progresista» habían pactado su propia «turnicidad» en los futuros gobiernos; con el rechazo absoluto de posturas novedosas o «populistas»; manteniendo los «pilares» que sostenían a la Patria: Unidad, Orden y Fidelidad Católica.

Los «Pactos» de El Pardo y los de La Moncloa --firmados ambos sobre los lechos mortuorios de Alfonso XII y de Francisco Franco-- se parecían como dos gotas de agua, y sus resultados también han sido esencialmente semejantes.

En ambos casos el Estado nacido de ellos no ha servido para garantizar los derechos de los ciudadanos, sus aspiraciones a un trabajo estable, a un salario digno y a una vida desahogada. Sino para garantizar a los inversores altas rentabilidades y la corrupción generalizada de las Instituciones gestionadas por sus «clientes» y partidarios. «Sic finis gloria mundi».