En noviembre de 1833 se publicaba el decreto de Javier de Burgos por el cual se dividía el territorio español en 49 provincias y 15 regiones. Un decreto que tendría amplias repercusiones en aquellas poblaciones que habían sido agraciadas con el nombramiento como capitales de provincia.

El Cáceres de 1833 es una localidad de poco más de 7.000 habitantes, que cuenta a su favor con ser sede de la Audiencia Territorial de Extremadura desde 1791, lo cual va a favorecer su designación capitalina. Un nombramiento que va a influir decisivamente en el aumento de dotaciones institucionales y servicios que las nuevas capitales necesitan para llevar a cabo su función, como principal localidad de una extensa provincia que, en adelante, llevaría su nombre.

Uno de los servicios en los que la nueva capital era huérfana, es el alumbrado público. No existía ningún tipo de iluminación que permitiese circular por la noche a los vecinos con el consiguiente peligro tanto de visión como de seguridad. Al oscurecer, las calles se despejaban de gente, que buscaba el resguardo del hogar ante la llegada del crepúsculo.

Por Real Orden de septiembre de 1835 se decreta que en todas las capitales de provincia se establezca alumbrado público y servicio de serenos o faroleros para controlar los puntos de luz que se instalen. En enero de 1836 se inicia el proceso de iluminación urbana de Cáceres, empezando por la Plaza Mayor. Se adquieren 160 faroles de aceite que son repartidos por las principales calles del centro urbano, para lo cual se necesita contratar a 4 serenos que a lo largo de la noche se encarguen de encenderlos y apagarlos, así como estar al tanto de que estos no se extingan ni sufran ningún ataque.

LA FIGURA del sereno, recorriendo las oscuras calles cargado con la escalera para acceder a los faroles, el aceite para su combustión, los mandiles y paños necesarios para realizar su labor, se convierte en elemento habitual del paisaje nocturno de la ciudad.

Durante más de un siglo fueron celosos vigilantes de las calles cuando la ciudad dormía, testigos privilegiados de la vida noctámbula local.

En 1875 se adquieren una serie de prendas que a modo de uniforme los identifican, capotes de paño fuerte de Torrejoncillo y gorros de paño azul, a modo de morrión. También se les dotó del chuzo, su herramienta de defensa ante cualquier contrariedad. Cuando en 1896 se inicia el proceso de alumbrado eléctrico de la ciudad, el papel del sereno quedara reducido a la vigilancia de la vida nocturna, así como proporcionar la hora y el tiempo a los vecinos que desde su cama podían escuchar un hondo vozarrón que anunciaba "las doce y lloviendo".