Cuando los cacereños viajan y hablan, hay dos palabras que provocan extrañeza, cuando no risa, en sus interlocutores. Una es el vocablo calzonas para referirse a los pantalones cortos. La otra, la expresión: "Hoy tenemos pesca para comer". En la ciudad feliz , el pescado siempre ha sido la pesca y con ese término se han expresado madres y mesoneros a lo largo de los siglos: la pesca frita, voy a comprar pesca...

En algún restaurante, tras la lista de entradas, viene el curioso encabezamiento de pesca antecediendo al apartado de carne. La lógica y el diccionario no contradicen esa manera de expresarse tan cacereña: si un filete de ternera a la plancha es carne, un besugo a la espalda habrá de ser por fuerza pesca. Y si buscamos en el diccionario, la pesca es lo que se pesca o se ha pescado. Así es que menos risas en el resto de España y al pan, pan, al vino, vino y al pescado, pesca.

En Cáceres, hasta mediados del siglo pasado, el pescado de mar que se comía con cierta asiduidad era la sardina salada, el besugo en escabeche y, desde luego, el bacalao seco. En cuanto al marisco, era el gran desconocido y aún en los años 70 se ha visto a cacereñas meter un centollo entero en la perola para hacer una sopa con él antes de arrojarlo sin abrir a la basura.

LANGOSTA CON TENAZAS

Cuenta Publio Hurtado en sus Recuerdos cacereños del siglo XIX que allá por el año 1857 ó 1858, siendo él un niño, asistió a una escena muy particular. Resulta que a una familia cacereña le habían regalado una langosta y unos cefalópodos. Los agasajados llamaron a los vecinos, que hicieron gran fiesta y pitorreo al ver aquellos bichos tan repugnantes. Después de admirarlos y hacer ascos, los cogieron con unas tenazas y los tiraron al basurero.

No se debe pensar, sin embargo, que los cacereños eran más atrasados que los demás españoles pues en esos años, y aun mucho después, los gallegos echaban al mar las nécoras y centollas que caían en sus redes por considerarlas asquerosas arañas de mar. Sólo el paso de los años acabaría convirtiendo aquellos engendros marinos en uno de los más preclaros símbolos del lujo y el placer de la ciudad feliz .

El cacereño de hoy aprendió siendo muy niño que el marisco era sinónimo de fiesta y felicidad. Tanto es así que no se sabe de otra ciudad donde los muchachos de los años 60, en lugar de comprar pipas y caramelos, compraran cangrejos y quisquillas saladas. Y es que en la calle Pintores se instalaba los domingos un caballero de chaquetilla blanca portando una cesta de mimbre donde ofrecía estos mariscos baratos y, la verdad, algo secos, a los viandantes, que los compraban y se los comían en la calle provocando la admiración de los turistas y la natural suciedad de cáscaras sonrosadas.

En aquellos años, había quien se daba cada mañana un paseo por la calle Felipe Uribarri, entre San Juan y Parra. La calle entera olía a gambas y, aunque no se cataran, siempre se podía soñar con ellas echando un vistazo al mostrador del marisquero bar El Norte, sito en este tradicional callejón cacereño. En los 70, la ciudad feliz quiso despendolarse y hasta tuvo una marisquería de muchos quilates, con camión propio y todo, en la avenida de la Montaña. Pero Cáceres no estaba preparada para tanto lujo y el local acabó abandonando su vocación marinera. Después llegaron las freidurías con la recordada Enjupe, que despachaba en sus primeros tiempos bocadillos de calamares sin parar.

Tres décadas después, la ciudad feliz ya tiene cierta calidad en su oferta marisquera. Este octubre, mes del marisco por excelencia, se ha inaugurado la nueva freiduría Bahía de Cádiz en La Mejostilla, el Mesón San Juan ofrece un menú de marisco por 18 euros y barrios, parroquias y hogares de la tercera edad han organizado, como cada año, sus excursiones a la pantagruélica Festa do Marisco de O Grove para comer navajas, almejas, cigalas y... pesca, aunque se rían.