Cánovas es algo parecido al kilómetro cero de la madrileña Puerta del Sol: un lugar para el encuentro, para el paseo, siempre en ebullición, centro de la ciudad. Desde que en 1910 Luis de Armiñán, director general de Obras Públicas, habilitara los fondos necesarios para la adecuación de este entorno, los cacereños han considerado a Cánovas como el parque de su vida. La creación del ensanche, en el siglo XIX, sirvió para conectar el centro urbano con la estación de ferrocarril de Los Fratres, levantada en 1881, y facilitó la expansión urbanística de la capital. La ciudad mimó a partir de entonces a esta superficie ajardinada cercana a las dos hectáreas que aún continúa siendo un referente indiscutible de la historia local.

A Cánovas se le considera el vergel cacereño, el pulmón verde de la ciudad. En Cánovas hay líquenes, musgos, helechos... acantos de la Europa meridional, algarrobos de Siria, castaños del sur de Albania, bambús de China... En Cánovas hay miles de pájaros, quiosco de la música, puestos de flores, de golosinas, románticas fuentes... Es cuna del poeta, cama del vagabundo.

Cánovas, testigo del devenir histórico de la ciudad, disfrutó en 1971 de la mayor nevada que se recuerda en la ciudad y, seguramente, lloró en 1970 al decir adiós al paseo de los Enamorados, que sucumbió a los imperativos del desarrollo y fulminó otro de los rincones del Cáceres romántico.