El día amanece clarísimo, con ese azul extremeño limpio, puro, lleno de anhelos y sueños de gloria nostálgicos de un día en que los héroes que aquí nacieron forjaron la más grande epopeya de la humanidad. Hoy todo es distinto, pero la sangre de los mitos riega nuestras venas y llegará el momento en que, despertando del letargo, deseemos renovar esta tierra áspera y demos sentido a tanta historia que reposa.

Frente a la monumental verticalidad de San Mateo, cobijado a su sombra, se protege la horizontalidad recoleta del Convento de San Pablo. Aquí un día estuvo el Oratorio de la Magdalena. Hay quien piensa que se levantaba en el mismo lugar de la iglesia del convento, y otros lo sitúan más cercano a la actual Casa de las Veletas. En cualquier caso, y corriendo el año de 1449, Juana González de San Pablo --quien tomó el nombre religioso de Juana de Dios-- fundó en este lugar un beaterio para doncellas nobles. Recordemos que ya vimos caso similar cuando visitamos el actual Palacio de la Diputación Provincial cuya parte norte fue, en su día, el Convento de Santa María de Jesús.

Transcurridos veinte años de su creación, el Papa Pablo II Barbo autorizó la erección del convento bajo la regla de la Orden Tercera de San Francisco. Ya hablamos, en su momento, del problema al que se enfrentó el obispo García de Galarza para someter a los dictámenes del Concilio de Trento a estos beaterios de nobles que, lejos de vivir en estricta observancia, eran algo parecido a casas de recogimiento de linajudas solteras. En cualquier caso, hubo muchos menos problemas para someter a estas monjas que a sus correligionarias de Santa María de Jesús y tuvo que intervenir el mismísimo Papa, a la sazón, Gregorio XIII Buoncompagni. Desde el siglo XX se rige por la Regla de Santa Clara.

Si el obispo quería suprimir los conventos, el Concejo optaba por su continuidad. Pensemos en un estamento nobiliario al que, en muchos casos, resultaba difícil casar a sus mujeres y el convento era la salida más honrosa a la soltería. Fueron menos belicosas estas monjas que sus vecinas jerónimas encabezadas por las hermanas Mayoralgo. En San Pablo, los Aldana y Espadero fueron las familias que más religiosas aportaron.

El convento se fue ampliando con el paso de las centurias, extendiéndose hacia el sureste entre los Callejones de San Pablo y del Gallo, contando en la actualidad con tres patios. La capilla se yergue perpendicular al cuerpo del convento, donde destaca un crucifijo, creando un rincón de belleza antigua e inigualable, no por su monumentalidad, sino por su sabor primitivo, porque aquí, más que en otros lugares más intervenidos con posterioridad, se aprecia la esencia del Cáceres eterno. Es de una austera simplicidad con contrafuertes y un pequeño rosetón. Sobre la portada ojival, enmarcada en un limpio alfiz, una espadaña hermosa, delicadamente tallada con detalles tales como las llaves de San Pedro y la espada de San Pablo, que se repiten en otros lugares de la construcción.

En su interior un pequeño, pero bellísimo retablo sin estofar, de aire rococó, con columnas y estípites profusamente decorados y coronado de una Majestad, a quien protegen dos principados. perfectamente integrado en un oratorio gótico robusto. En su día causaría la misma impresión que hoy causan elementos contemporáneos en la Ciudad Alta, pero estas fusiones son pruebas palpables de que cada época debe dejar su impronta y huir de las recreaciones. El retablo está presidido por una hermosa talla de la Virgen, acompañada de San Francisco, Santa Clara, San Pedro y San Pablo.

La capilla

La capilla presenta profusión de sepulcros y laudas, las más hermosas las de los Aldana, bajo dos arcosolios gemelos, con una de las tallas más primorosas de todo Cáceres, que ya es decir. Simétricos, obra maestra, camafeo de delicadeza, telón soberbio que camufla la putrefacción, vánitas cristiana. Junto a ellos otras de los Rocha, Perero, Mendoza, o Tovar, entre otros. En un mundo que temía la muerte eterna los fieles querían enterrarse cerca de las iglesias, aquellos que tenían posibilidades lo hacían dentro, y, en la medida de lo posible, lo más cerca del altar mayor. Se establecían capellanías que aseguraban misas por el descanso eterno de los difuntos. Tiempos en los que la fe impregnaba la vida como algo constante.

Retorno al pasado me veo, niño, cruzando la portería. Llamaba al timbre, una voz decía Ave María Purísima. Leía la lista, miraba por las rendijas del torno intentando otear el misterio de la clausura. Desayunos de mi infancia: galletas surcadas, pastas de almendra, palmeras de hojaldre y, a veces, cortaditos de cidra y yemas de San Pablo para merendar. Freno el recuerdo, que me lleva la nostalgia, un gato hermoso se cruza en mi camino, me mira, lo llamo, ronronea coqueto y lo acaricio, llenándome su mirada de una sensación inmensa de eternidad.