La leyenda que describe al ‘Paraíso Terrenal’ como un lugar maravilloso de paz, sosiego y riqueza; poblado de bosques verdes, arbustos en vistosa floración, aves de colores y ríos de leche y miel, ha sido constante en los inicios de todas las civilizaciones y de todas las religiones. Las culturas mediterráneas, de las que descendemos, hablaron de la isla de Hesperia, de la de Utopía, de la Atlántida. Y, al parecer, las buscaron afanosamente por todo el occidente del mar interior para gozar de ellas.

Otros pueblos buscaron su Paraíso a través de los océanos y mares de toda la Tierra, pues su condición de terrenal parecía ineludible a su propia naturaleza de lugar proclive a la vida y a una vegetación ostentosa y polícroma. Por otra parte, ubicarle en cualquier planeta lejano, hubiera resultado inconcebible.

La verdad es que estos ‘Paraísos’ existieron en numerosos lugares y en todos los Continentes. Los Libros Sagrados de varias creencias o leyendas místicas, que se remontan al inicio de los tiempos, citan ubérrimos espacios, donde los dioses situaron a los primeros hombres para que crecieran y se multiplicaran. Incluso, las teorías evolucionistas reconocen que los primeros grupos de Homo Sapiens Sapiens - los Cro-magnon- debieron habitar lugares paradisíacos en África, en Asia anterior o en las islas oceánicas, donde desarrollaron sus primeras técnicas para tallar sílex, recolectar frutos silvestres y expandirse por todas las rutas continentales.

Durante cientos de miles de años los primitivos homos fueron evolucionando hacia tipos antropológicos más inteligentes y complejos. Disfrutaron de alimentos y elementos que les ofrecía gratuitamente la naturaleza, y respetaron los ecosistemas zoo-botánicos en los que desarrollaron su existencia. Incluso, después de observar cuidadosamente las leyes naturales y comprobar que podían ayudar a mejorar sus resultados mediante pequeñas intervenciones en los ciclos vegetativos; en la adecuación de los terrenos, en el incremento de nutrientes o en otros procesos coadyuvantes, que les llevaron a inventar la agricultura -el cultivo de los campos- y la ganadería, con el cuidado de los animales.

Sólo en los últimos doscientos años -después de la Revolución Industria- el homo sapiens se transformó en homo especulans- y ya no se conformó con crear alimentos, atuendos, refugios, armas o instrumentos de trabajo; sino que pensó en fabricar enormes cantidades de todo -incluso de aquello que no necesitaba y tenía que desechar- sólo para invertir, comerciar, crear mercados de libre competencia y arrasar bosques y praderas, ampliando los cultivos y negocios especulativos hasta el infinito.

Productos químicos, como los fertilizantes artificiales; junto a venenos como los plaguicidas, insecticidas, herbicidas y otros regalos de grandes empresas -Monsanto, Fertiberia, etc. - cubrieron los campos y espacios dedicados a la agricultura y al cuidado de los animales, hasta devastar radicalmente los antiguos procedimientos naturales, que garantizaban su adecuación a las necesidades humanas, por otros artificiosos y contaminantes, que han convertido en desiertos los bosques y praderías, en pozos de aridez salitrosa los valles y cuencas fluviales y en amenazas cancerígenas los medios alimenticios que, durante siglos, fueron el sustento de las gentes y de los pueblos.

Todo para reducir al mínimo los precios, los salarios, los derechos humanos y los paraísos terrenales. Aumentando, en las mismas proporciones, los rendimientos de las acciones, los beneficios empresariales, los espacios contaminados, los desiertos y las aguas podridas, atascadas de detritus y plásticos.