Tras el paréntesis estival, hemos vuelto a los deambuleos y barzoneos por los parajes del entorno. El domingo 20, de un septiembre efervescente de calor irracional, tamizado por una leve tormenta y unos casi imperceptibles riegos de beatífica lluvia, salimos en pos de las huellas del pasado. A las primeras de cambio fuimos a parar a ese llano desolado que hay a la diestra de la carretera de Badajoz, un poco más al sur y enfrente de la fantástica silueta del castillo de Las Seguras. Por un polvoriento carril, bien escoltado por las pertinaces alambradas, y tras el paso de un par de oxidadas y chirriantes angarillas, llegamos a cuatro pasos apenas de la inefable e inexplicable ermita de San Jorge.

En un considerable, por su tamaño, hoyo del terreno, cuyo fondo es una muestra de barro seco, en un extremo, una construcción extraña levanta sus deteriorados muros. ¿Una capilla, ermita o fábrica de oración y devoción? ¡Que nos aspen!

La soledad, las inclemencias del clima, la incuria e incluso la maldad de algunos visitantes han convertido el lugar en muestra de ruina y desolación. Por ejemplo: un tal Juan de Ribera pintó en los muros encalados del interior de las dependencias una serie de escenas religiosas del Nuevo Testamento. No se trata ahora de valorar la importancia de las mismas. Pero una mano cruel se entretuvo, sabe Dios cuándo, en horadar con punzante objeto las caras de santos, ángeles y demás personajes allí dibujados. Hay que tener mala sangre, sin duda. Llegamos a la conclusión, no firme, que aquella máquina de muros y arcos, no debió ser ermita, y menos de San Jorge de Capadocia, sino pozo artesano que aprovechaba las aguas, ahora ausentes, del enclave. Habría tanto que discutir del asunto-

A un tiro de piedra, la Torre de los Mogollones. ¡Qué magnífica fortaleza!, ¡qué torre vigía del llano!, ¡qué pena de monumento devenido y convertido en muladar vacuno! Nos estamos empezando a cansar de ver, en nuestros devaneos campestres, el estado de abandono de obras admirables dejadas al pairo de las inclemencias. ¿Dónde está el quid de esta cuestión? Si se trata de propiedades privadas ¿ni a sus dueños legítimos les interesaría recuperar el estado primigenio de sus monumentos?, ¿no puede la Administración establecer alguna línea de intervención en tan flagrantes casos de desidia, ruina y abandono? Bueno, en fin-

De nuevo la maldita solajera nos empezó a empujar camino de la sombra para evitar el calor del campo asolado. Hacia el noroeste, el cauce seco del Salor y antes, el dólmen de La Hijadilla. Admirable recuerdo de unas gentes que habitaron estos pagos hace milenios.

Volvemos. A la diestra del carril polvoriento, una cruz de granito, con una leyenda grabada, nos cuenta que allí mataron a un hombre y su doliente familia dejó el recuerdo de cruz de piedra. Entramos en Malpartida por Los Barruecos. La última ocurrencia moderna de un arquitecto en forma de edificio desesperante nos acaba de amargar la mañana. Ideo praecor-