Más allá de los conflictos que sacuden cada comida, cada cena, con cruentas imágenes telediarias, más allá de las estridencias dialécticas, de los insultantes comportamientos del showman de turno o los acalorados argumentos de la estupidez televisiva, existe una violencia más cercana, más real y de cuya presencia somos testigos los cacereños cada día.Ya no se trata de la violencia de género, de la callejera; hay otro tipo de violencia más cotidiana, más de andar por casa, la que hace que dos personas bajen de su coche y discutan por desavenencias en la forma de conducir, dispuestos a darlo o perderlo todo sólo para que su razón prevalezca sobre la del resto.Es esa violencia la que se respira en la larga cola del organismo público, la frenética lucha por el único asiento libre en el autobús urbano o la irrespetuosa salida de tono del chulo de medianoche que, bajo una estela fosforescente de sonidos en

emepetrés, perdona la vida al resto de los mortales. El violento no sabe de normas de convivencia y todo le estorba y, llegado el caso, se cubre con la piel de cordero que le permita pasar desapercibido entre quienes aún conservan intacta la más mínima decencia.Nadie está a salvo de esta violencia cotidiana, ni de sufrirla, ni siquiera de ejercerla.