Martes, 9 de marzo. 10.00 de la mañana. El turno de cocina del Hospital San Pedro de Alcántara no para. Hay que cortar, limpiar y preparar 70 kilos de puerros, 100 kilos de patatas y 400 pollos enteros. Un gran equipo formado por veinte pinches, dos cocineros, un almacenista, una gobernanta, un veterinario, dos nutricionistas y personal de limpieza se encarga de todo. Trabajan en condiciones especiales de seguridad e higiene, casi similares a las de un quirófano. Al frente, Francisco Bernal desde hace cuatro décadas. El trabajo le apasiona tanto que a sus 64 años pedirá la continuidad. No quiere jubilarse. No quiere dejar su cocina. No quiere dejar a sus pacientes.

Francisco llega a preocuparse por cada enfermo que atraviesa una situación especial. Si el puré de un bebé regresa entero a la cocina, Francisco se interesa personalmente por el niño y hace lo posible para que no vuelva a ocurrir. A los pacientes de oncología les prepara lo que les apetece, "el caso es que coman", afirma. Si a través del personal sanitario se entera de que un enfermo hace los años, le prepara un postre sorpresa o cualquier detalle. Si es el cumpleaños de un niño, le envía helados, un flan especial u otras delicias en tazas con forma de coches o con dibujos de los Simpsons. "Bastante tienen con estar aquí...", lamenta.

Francisco empezó de pinche en el colegio San Antonio y después de la mili pasó por las mejores cocinas de Cáceres: El Figón, Jamec... Pero el hospital es otro mundo, un mundo complejo, arriesgado, pero un mundo que le entusiasma. Tanto que un buen día cogió las cañas de pescar para prepararle unas ricas tencas a un enfermo que estaba grave, muy decaído, inapetente. Era su plato preferido. Al final falleció, pero su familia le sigue agradeciendo aquel detalle.

Le felicitan en servilletas

En otra ocasión, un hombre moribundo pidió unas sopas de ajo, y Francisco las hizo de mil amores. Más tarde se curó. "Tus sopas me han salvado", decía convencido. Así un día tras otro. Y es que Francisco ama tanto su cocina que hace años solicitó un cambio horario para poder controlar todo el funcionamiento desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche, con un solo receso a mediodía. Dicho de otro modo, ha rechazado las ventajas de la jornada continuada para estar en los dos turnos de cocina. Por eso no es raro que en las bandejas que regresan de las habitaciones lleguen felicitaciones escritas en servilletas, tantas que el equipo ya prepara un libro.

Francisco se vuelca en su trabajo porque está convencido de que "la cocina puede ayudar mucho al paciente". Pero no siempre fue así. Hace décadas, la comida a los enfermos se consideraba una especie de rancho, ahora se ha convertido en una asistencia prioritaria. Francisco ha vivido hasta cuatro épocas distintas en el hospital. Primero, cuando las monjas se encargaban de las comidas; después, cuando los médicos llevaban el control; más tarde, cuando lo hacían los endocrinos y las enfermeras de nutrición; y hoy, con un servicio médico de nutrición y dietética al frente.

"Usamos sólo productos naturales, preferentemente extremeños, y todo se hace aquí", explica mirando de soslayo su reloj. Llega la hora punta de la mañana, hay que ultimar y servir 370 comidas. Francisco no para, y no quiere parar.