Cargaban los mamelucos --hermosos turbantes, afiladas cimitarras-- sobre un ninfeo, la voz de un arrogante jinete se oyó, vomitando el verso de Juvenal: hoc volo, sic jubeo, sit pro ratione voluntas . Se ahoga la razón en la muda garganta, impotente (tal vez, temerosa) de proferir el grito deseado de auxilio contra el déspota invasor: ¡Daoíz! ¡Velarde! De repente un sonido horrísono me despierta. No es el cañón de Agustina, sino un trueno. Las tormentas en primavera engendran pesadillas que se confunden con la realidad.

Irreal es el paseo de este domingo, otra vez visitaremos algo que no existe, aunque algún que otro resto se haya conservado. En la plaza del Obispo Galarza, en el lugar donde hoy se alza el párking y, antes, el mercado de abastos, estuvo un día el foco cultural más importante de la Villa, y, tal vez, también de la Diócesis, el Colegio Seminario Conciliar de San Pedro Apóstol, popularmente conocido como Seminario Viejo o Seminario de Galarza, por su fundador. Pedro García de Galarza fue el gran príncipe del renacimiento cacereño y su pontificado se extendió de 1579 a 1603, durante el cual se impulsaron los decretos acordados en el Concilio de Trento, siendo el gran renovador en la Diócesis de Coria de los tiempos de la Contrarreforma.

Consciente del peso que Cáceres tenía, amplió y reformó notablemente (como en su día vimos) el palacio episcopal y decidió crear en la Villa un seminario, en el que estudiaran siete jóvenes pobres, de más de doce años, uno por cada arciprestazgo de la diócesis. Junto a ellos podían estudiar otros, ricos, que debían costearse sus propios estudios. Felipe II dio su aprobación para la creación del mismo, en 1589, aunque la escritura de su fundación proviene de mayo de 1603, ante Pedro Delgado, porque no fueron pocas las dificultades a las que tuvo que enfrentarse el prelado. En 1605 Clemente VIII Aldobrandini lo elevó a Seminario Conciliar.

En él se estudiaban Sagrada Escritura, Teología, Retórica y Liturgia, hasta su traslado en 1820 a Coria.En la Real Cédula de Felipe II se indicaba el lugar exacto en el que el seminario debía levantarse, en el Ejido de las Parras, junto a la Ermita de San Bartolomé. De la ermita nada queda pues, probablemente, se derribó al alzar el edificio, del ejido sólo queda el nombre de la Calle Parras, tan cacereña, tan llena de recuerdos para mí. Es decir, el colegio estaba en las mismísimas afueras de la Villa. Pensemos que hasta finales del siglo XVIII no se comienza la construcción del Cerro de la Peña Redonda, con los barrios de Busquet, Calaff y el Castillo, tan hermoso este último, con sus arcos y pasadizos, lástima del abandono y las pintadas que lo recubren.

Fotos y testimonios

Las trazas del edificio las conocemos por las fotografías que se conservan y por los testimonios de muchos que lo conocieron antes de su derribo en los años sesenta, cuando allí se ubicaba la Hermandad de Alféreces Provisionales, donde se instalaba un conocido bar en el que (según me cuentan) era la especialidad la ginebra preparada. En la obra intervino, fundamentalmente, Francisco Martín Paniagua (autor, asimismo de la fachada principal del Palacio Episcopal), que concibió el edificio como un gran volumen cúbico, con una gran fachada telón en la que, desplazada a la izquierda del espectador, se situaba la gran portada clasicista, elevada sobre una escalinata y cuyas enjutas se decoraron con dos relieves de las Virtudes Cardinales (la Fortaleza y la Justicia). Sobre el mismo descansaban dos retropilastras que creaban un paño en el que se abría un vano. El resto del frontispicio se planteaba con dos alturas en las que se abrían tres vanos por cada una, presentando rejerías los inferiores y balcones los superiores. El último piso estaba cuajado de las armas del obispo.

En tiempos de Carlos III el seminario se desplazó al Colegio de San Francisco Javier (en la actual plaza de San Jorge), una vez expulsados los jesuitas, y el Concejo permutó al Obispo García Alvaro el edificio por unos olivares, pasando a tomar el uso de cuartel que tuvo hasta el fin de sus días. Por eso, también se lo conoció popularmente como Cuartel de Galarza. Al ser derribado --bárbaramente-- algunos de sus elementos fueron trasladados: la portada principal se trasladó a la fachada posterior del Palacio Episcopal, en el Adarve de la Estrella, otros se trasladaron a la Diputación provincial y a la Delegación de Obras Públicas. El magnífico patio interior y la escalera noble se perdieron para siempre.

Nubes de tempestad cubren hoy el cielo, viene a la memoria el soneto de Arguijo: la calma, cuánto se desea la calma. Si no fuera por la evasión de estos paseos y por la felicidad que transmiten los anhelos de eternidad, qué duro se hace a veces no decir lo que se siente, pero ya dice el proverbio que no hables si no puedes superar el silencio. Descubrí (querido Buenadicha) que Roma está en una caricia. Y de aquí, no me muevo.