Una de las funciones más delicadas de los regímenes democráticos es la elección cuidadosa y consciente de todos los responsables que vayan a hacerse cargo de las tareas legislativas, administrativas y jurisdiccionales para que el Estado funcione con rectitud y justicia. Pues, de lo contrario, nuestra vida puede convertirse en un auténtico suplicio, por los atropellos, abusos, daños e injusticias que las autoridades nos infringirán por el absurdo poder que les hemos concedido.

Este parece un razonamiento muy fácil de entender y de practicar. Toda colectividad democrática debe asumirlo con naturalidad, y ejercerlo con asiduidad. Aunque después, en la práctica, muchas veces veamos que los ciudadanos se olvidan de cumplirlo; quizá obnubilados --ya estando delante de las urnas-- por la cascada de promesas, falsos elogios, visiones fantásticas del futuro, que los candidatos de cada partido político nos hicieron a lo largo y ancho de la campaña electoral, para convencernos de que si lograban ser diputados, senadores o concejales, harían milagros para mejorar nuestras vidas, crear empleos para todos, superar los momentos agudos de crisis y crear infraestructuras, hospitales y parques temáticos en todos los pueblos del entorno para convertirlos en atractivos turísticos.

La triste y tozuda realidad termina por imponerse. A los pocos meses del nuevo gobierno nos damos cuenta de que toda aquella campaña no fue más que un interminable cuento de la lechera; pues el mismo día que tomaron posesión de sus cargos y juraron en falso: «Respetar y hacer respetar la Constitución», se rompió el cántaro y los ingenuos votantes perdieron la leche, el requesón, los quesos y los flanes, que habían prometido que serían para nosotros. ¡Toda la campaña electoral había sido una fábula para embaucarnos, y al final estaba la triste moraleja!

Después de cuarenta años de torpe democracia --de fábulas y moralejas decepcionantes-- los españoles seguimos sin enterarnos ni tomar en consideración la capacidad de mentir que tienen muchos de nuestros viejos políticos; y su notable capacidad de provocar desengaños cuando ocupan los cargos y responsabilidades para las que los hemos elegido.

Nos prometieron leyes justas para mejorar nuestras vidas; y solo hemos obtenido una Ley de Reforma Laboral para destruir derechos de los trabajadores y degradar la calidad de empleos, salarios y horarios; hasta los márgenes de la pobreza. Nos aseguraron que incrementarían la Sanidad Pública, y lo que hicieron fue privatizarla y convertirla en un negocio para esquilmar a los enfermos. Lo mismo ocurrió con la Enseñanza en todos sus niveles y categorías, que fue prácticamente demolida por una Ley Orgánica de Mejora que la hundió en el descontento y la frustración de alumnos, profesores y familias.

La más sonada y protestada iba a ser la llamada Ley de Seguridad Ciudadana, que se ha hecho famosa como Ley Mordaza. Una norma coactiva, represora, sancionadora ---saltando las competencias del poder Judicial-- que no ha conseguido más que dividir y enfrentar al cuerpo social de ciudadanos; que se han visto censurados, perseguidos y hasta encarcelados por expresar libremente sus creencias y pensamientos; a los que se toma como «exaltaciones del terrorismo».