Años 30 en Europa: convulsiones, dictaduras, guerras... Sin embargo, en la ciudad feliz se escribían algunas de las páginas más dulces de su historia. Juan García Herrero llegaba a Cáceres desde Candelario y abría la pastelería La Salmantina en la plaza Mayor. Un joven de Navas del Madroño, Fernando López Conde, decidía que lo suyo no era el ganado ni la agricultura, se venía a Cáceres, se casaba con una muchacha de Monroy llamada Estila Pesado en 1933 y, al tiempo que comenzaba la Guerra Civil, ellos abrían pastelería en Arco de España, junto al palacio de Moctezuma: el Horno San Fernando.

Tiempos de guerra, posguerra y pasteles. Las confiterías ocupaban los mejores locales de la ciudad feliz : en Margallo, Teodoro Guardado; en San Pedro, la pastelería Toledo de Amadeo de San Eugenio Pavo; en José Antonio, El hueso dulce; en la avenida de España, Avenida, de Carlos Alonso Paniagua; en Donoso Cortés, Liria, de Pastor Rubio Molinos; en General Ezponda, La Mallorquina, de Toribio Muñoz; en San Felipe y después en la plaza Mayor, Isa, de Vidal Arias González y Catalina Rebollo Solana.

Cáceres endulzaba los tiempos difíciles y recurría a trucos fonéticos para evitar la relación entre el pastel y la violencia: sólo aquí la bomba berlinesa se llama bamba. Por lo demás, las costumbres no diferían del resto de España: en los partos, mojicones; en los Reyes, roscones y en los Santos, buñuelos y huesos.

Sin embargo, la revolución pastelera estaba al caer. En 1963, Julián López, hijo de Fernando y Estila, que en 1954 habían trasladado su Horno San Fernando a la calle Moret, se va a Ticino-Ascona (Suiza), donde pasa tres años en la pastelería Pedroni y regresa a Cáceres con novedades. De Suiza trae Julián en 1966 bombones y pastas de té diferentes y, sobre todo, tres pasteles de fruta que cualquier cacereño que se precie conoce: la banana, de plátano; la jeanette , de manzanas, pasas, azúcar y canela y los nidos, de hojaldre y manzana.

En esos años 60 se incorporan a la historia cacereña de la dulzura otros profesionales como Antolín Fernández o Carlos Cabeig. En 1972 regresa de la emigración Marcelino Giraldo. Había aprendido en Dusseldorf las técnicas de las tartas de fruta y abrió pastelería en La Madrila.

Su hijo, José Marcelo Giraldo, se trasladó en el año 2000 a La Imperial, en la avenida Ruta de la Plata. Ha creado el cacereño, última aportación a la historia local de la dulzura, y desentraña las claves pasteleras de Cáceres: "En España y Europa están de moda los bavaroisses y los semifríos, pero aquí no entran. En Cáceres, todo es artesanal, a la antigua usanza, y que se quite lo congelado y lo precongelado. Los dueños trabajamos a pie de horno y eso se nota en la relación calidad-precio".

NO A LAS CRUASANTERIAS

En Cáceres casi no hay pasteles autóctonos, pero sus ciudadanos y sus confiteros se resisten a la pastelería idustrial y a las cruasanterías de pastel-plástico que triunfan en Europa. En la ciudad feliz se ha entendido que para evocar la época dorada de la infancia hay que mantener los sabores dulces de antaño.

Por eso, en la pastelería Isa despachan con firme educación a los representantes de esencias cítricas y huevos líquidos: "Preferimos seguir exprimiendo los limones y batiendo los huevos a mano". Por eso, en Isa se encuentra, quizás, la mejor relación calidad precio de la pastelería española: por 0.60 euros, una bamba... Jamás una bomba.