"¡Que nos roban la madera!". La alarma se propagaba por el barrio, subía por los portales, se colaba por los patios, y al momento aparecía una chiquillería alborotada para defender el territorio. Los del Camino Llano tenían lo suyo con los de la calle Diego María Crehuet, los de San Blas con Pinilla, los de Santiago con Villalobos, los del Túnel con los de la Torre, y en Caleros siempre acababan a brevazos limpios. Eran las jornadas frenéticas que precedían a la fiesta de San Jorge, especialmente durante los años 50 y 60, cuando más de un centenar de grandes hogueras llegaron a alumbrar la noche cacereña en la víspera del patrón. Esta costumbre centenaria ha languidecido desde entonces, aunque todavía se mantiene en algunos barrios, incluso se intenta revitalizar en otros.

En Castellanos, por ejemplo, los chavales llevan días levantando hogueras, en Mejostilla tampoco faltarán, y en San Francisco la asociación vecinal invita a acudir al Marco con madera, trastos viejos, un poco de panceta y alguna chuleta para montar la fiesta alrededor del fuego. Según el historiador José Manuel Martín Cisneros, esta tradición puede tener dos orígenes: o bien la costumbre ancestral de muchos pueblos que simboliza la quema en primavera de todo lo antiguo (Cáceres la haría coincidir con San Jorge y no con San Juan), o bien las hogueras que levantaban los cristianos alrededor de la ciudad durante el asedio de la Reconquista.

En cualquier caso, los cacereños siempre se han reunido entorno al fuego el 22 de abril, y muy especialmente el siglo pasado. En realidad se trataba de hacer la mayor hoguera posible pero también de boicotear las más próximas para que no restasen público, por ejemplo robarles un poco de madera (y ahorrar de paso algún esfuerzo), meterles gomas para provocar humo negro, y hasta intentar prenderlas antes de tiempo. "Ya no es lo que era, cada barrio tenía varias. En los alrededores de San Blas, donde yo me crié, estaba la de las casas municipales, Pinilla, las casas de la cárcel, el Refugio, la plaza de Toros, San Justo, Canterías...", relata Nacho Rebollo, de 54 años, que recuerda aquellos episodios con añoranza.

Las procesiones de chiquillos por las calles comenzaban semanas antes. Iban de casa en casa pidiendo trastos y muebles viejos. "Las mujeres ya nos esperaban, guardaban durante el año sillones, colchones, una mesa rota... Había que llegar antes que otros", cuenta Enrique, de 52 años, que memoriza aquel cúmulo de hogueras en su zona: "Dos en Santiago, otra en Villalobos, otra en Tenerías Bajas, otra en la plaza del Picadero...".

Algunos se esforzaban en exceso: "Nos íbamos por la carretera de Trujillo con maromas para colgarnos y romper las ramas secas de encina, pero a veces la que se rompía era la cuerda y nos dábamos golpes muy respetables. Al regreso siempre acabábamos robando almendras en el Marco", relata Nacho.

Por supuesto, Caleros tenía dos hogueras en los años 40 y 50, una en el cruce con el Hornillo y otra cerca de la ermita del Vaquero, próxima a la de Concejo. "Hacíamos acopio de leña en la Montaña, en los olivares... La apilábamos y en la misma mañana del día 22 se levantaba la hoguera. Allí asomaban más muchachos que conejos en un vivar, y por la noche no faltaba la batalla de higos y brevas duras que cogíamos en el Marco", recuerda Pedro Villa, de 70 años.

´El Picholo´ y ´la Puri´

En el otro extremo, al sur de la ciudad, Aldea Moret vio arder más de diez hogueras en sus mejores tiempos: "Dos o tres en Santa Lucía, otras en los barrios del Chato y la Higuera, en el Cerro de los Pinos, en la Abundancia, en las casas de la Diputación, en las Palomas... Buscábamos y transportábamos la madera con bicis, con carros, a pie y hasta corriendo cuando cogía-