Existe un antiguo mandato de todos los dioses que ampararon a los pueblos y a las culturas de la Antigüedad, que manda venerar y honrar a los muertos con ritos y ceremonias que les faciliten su paso a la ‘Pax Perpetua’, al Hades que se encuentra al otro lado del río Letheo o a cualquiera de los lugares imaginarios que alimentaron durante siglos las ilusiones sobre un mundo mejor que este, y las esperanzas de felicidad eterna.

Fueron figuras literarias que subrayaban aquel mandato que nos ordena rodear la muerte con flores, pancartas o lápidas de mármol. Repitiendo el ceremonial cada poco tiempo, en el caso de los héroes, de los santos, de los Reyes o de aquellos muertos ilustres que subrayen nuestra grandeza. Pero en estos tiempos, en los que ya hemos olvidado a los dioses y sus mandatos, cumplir ésta orden divina resulta difícil, complicado, comprometido políticamente y hasta controvertido socialmente.

Primero: Porque hay colectivos sociales, muy vinculados a la política e incluso a la prensa, que consideran distintos a los muertos en la cama o en el hospital, a aquellos otros fusilados por los fascistas en los campos y caminos de la España Republicana; de los que cayeron vilmente asesinados por el terrorismo de ETA en la triste época de lucha armada de los sectores radicales del independentismo vasco. O de los que actualmente son víctimas absurdas del fanatismo musulmán impuesto por Dáhesh contra sus propios correligionarios, o contra los que estén cerca de ellos, aunque sean cristianos o budistas, y no se encuentren implicados en sus problemas de fe o de la sharía musulmana.

Segundo: Porque el terrorismo que inspira a los asesinos que atacan a las víctimas es siempre el producto de un fanatismo ciego, insensible, irracional y muy contagioso que, a veces, afecta también a los familiares y allegados de los muertos; pues se inspira más en los deseos de venganza que en los de justicia.

Tercero: Porque, siendo las víctimas del terrorismo personas queridas e inocentes de cualquier pecado, su muerte violenta e injusta despierta pasiones, reacciones públicas y rechazos generalizados muy fáciles de aprovechar para otros fines de carácter político -claramente espurios e indecentes- con los que se pretendan tapar corruptelas o ruidos mediáticos contrarios a los intereses inmediatos de sus patrocinadores.

Ninguna de las víctimas de cualquier tipo de terrorismo merece el triste destino de ser arrojado dialécticamente contra los enemigos o disidentes de un partido -aunque sea un partido muy poderoso e influyente- ni de ser utilizados como tapadera para hacer desaparecer el ruido mediático de juicios y procesos.

Pero hay otras víctimas que exigen también el respeto y la justicia de los vivos, pues pagaron con su vida la negligencia, la codicia o la ignorancia de los ‘vivos’ que estaban al cargo de los servicios públicos que fallaron. Todos sabemos a quién me estoy refiriendo: A las víctimas del “Yakolev 42”; aquella chatarra que volaba y mataba a los soldados que iban en ella. A los viajeros del metro de Valencia que murieron sin causa ni responsable; o a los del tren de alta velocidad que dejaron su vida en la curva desdichada de Galicia, solo por causa de los recortes indebidos y punibles que se hicieron para abaratar la instalación de la vía férrea.

¡Honrad a los muertos, y demandad a quienes los provocaron!