Cuando era pequeño y salía de la casa de la calle Cortes, se me hacía siempre la misma advertencia: no se te ocurra ir más allá de la Concepción. Y yo, niño obediente donde los hubiera, no me atrevía a traspasar el umbral de lo prohibido. El mundo permitido terminaba en aquella plaza, tras la cual se abría un universo desconocido e inexplorado.

Me asomaba --con una cierta curiosidad morbosa-- a la barandilla del jardín, y oteaba la calle Empedrada, la calle de los bares, que poseía --desde la inocencia infantil-- un halo de perdición. Mi inseparable Alvaro Murillo me insinuaba que fuéramos, pero como siempre me obsesionó la norma, me negaba a hacerlo y nos quedábamos allí, sumidos en aquellas conversaciones interminables.

En aquel jardín donde, en mi infancia, terminaba la tierra firme, se elevó un día el convento de la Limpia Concepción, fundado, en 1609 por Juan Durán de Figueroa y su mujer, Isabel Vaca, en el lugar exacto donde se levantaron las casas principales de su mayorazgo, que se situaban entre varias calles hoy desaparecidas. Si nos situamos con la espalda hacia la calle Empedrada, la parte contigua al palacio de Camarena era, en aquel entonces, la calle Ruizas y la que proviene de Barrionuevo, se conocía como calle de la Cadena.

Pese a lo que podamos pensar, el trazado de las zonas antiguas de nuestra ciudad se ha visto notablemente alterado con el paso de los tiempos y espacios que hoy existen son de creación reciente y de otros no queda ya ni el recuerdo en la memoria viva.

En aquel momento ambos se encontraban ya muertos y nombraron como compatronos del convento a Francisco de Cáceres Quiñones Andrada y a Francisco de Ovando Rol y Cerda, Alférez Perpetuo de la Villa, cuyos sucesores serían copatronos del convento de la Limpia Concepción hasta la desamortización del mismo.

Estos nobles señores se encargaron de la erección del cenobio y de la iglesia, en cuyas obras intervino, en un primer momento, Antón Arias, quien había tenido bastante éxito con su flamante intervención en el convento de Santa Clara. En aquel año estaba terminando el sepulcro del presidente Juan de Ovando en San Mateo, cuando dejó inconclusas las obras de la Concepción.

Estas las retomó Juan Alvarez, verdadero maestro del renacimiento final extremeño que trabajó en el Palacio de Mirabel y la Iglesia de San Martín de Plasencia, así como en el cacereño palacio de Godoy y es uno de los artistas a quien se atribuye la portada principal de San Mateo, junto a Pedro de Ezquerra o el más aceptado Guillén Ferrán.

TRAZA CLASICISTA El templo se situaba frente a la sombra de las torres de Camarena y Galarza y debía poseer, por los datos que de él se conocen, una delicada traza clasicista. Juan Ilvarez dejó un prolijo y pormenorizado informe del estado de las obras, en una declaración ante el notario eclesiástico Melchor Carrillo el 27 de agosto de 1609.

Perteneció a la Orden Concepcionista, dependía directamente del Ordinario y tenía plaza para doce capellanes. Sabemos que a finales del siglo XVIII poseía siete hermanas de coro y tres hermanas legas, que no eran demasiadas. Para el ingreso era necesario aportar una dote de seiscientos ducados, ascendiendo sus rentas anuales a la escasa cantidad de diez mil reales, lo que obligaba a las monjas a trabajar, también con sus manos. Fue desamortizado en el siglo XIX y así, en el plano del Museo Provincial de 1845 aparece señalado con el número 12 como Convento que fue de la Concepción; y en el plano de Coello de 1854 aparece como ruinas.

Así se borró completamente de la fisonomía de la ciudad el cenobio. Algunos de los restos de la iglesia se trasladaron al Cementerio Municipal y con ellos se levantó la actual capilla, en la que, igualmente, se instaló la Virgen de la Estrella que nunca se colocó en el arco de su nombre y que estuvo, durante algún tiempo, en la fachada del convento de San Francisco Extramuros. Del resto de la construcción nada se sabe, aunque alguna armería parece haber sido acarreada.

Una vez destruido el convento se reordenó totalmente la zona. Pensemos que la iglesia se encontraba al mismo nivel del Colegio de Arquitectos y que, para salvar el notable desnivel, se recurrió a la tan cacereña solución del arandel, que permitió situar un jardín elevado conservando el plano de la zona alta de la actual plaza. Aprovechando la diferencia de altura, en los años veinte se instaló allí una de las dos fuentes que surtían de agua a la ciudad (la otra era la de la Concordia) desde el depósito del Paseo Alto y que substituyeron a los aguaduchos de la Plaza Mayor.

El convento de la Limpia Concepción se fue para siempre, tan sólo nos dejó algunos restos reutilizados y el hermosísimo nombre de la plaza. Mi mundo permitido terminaba en la Concepción, lejos de aquí, en el Triunfo, otra Inmaculada señalaba límites. Pero un día alguien compuso una sevillana, la Virgen sonrió, y muchas cosas cambiaron en los cruces ceñidos de la tercera.