Cuando en los lejanos y olvidados tiempos de «Maricastaña» se exaltaban los valores y virtudes que ennoblecían a los hombres, las dos cualidades más apreciadas y simbolizadas en escudos y blasones fueron: la lealtad y la fidelidad a los preceptos de la caballería. Los nobles que quisieran ser reconocidos por sus pares, por sus monarcas y por los súbditos que habrían de servirlos, debían jurar sobre el pomo de la espada y delante de un obispo, que nunca traicionarían a los de arriba -a los reyes y señores- ni a los de abajo: a los propios vasallos. Que su lealtad y fidelidad a su rey y a su pueblo serían eternas e inquebrantables. Y si no fuera así, apelaban al Dios Justiciero para que se lo hiciese pagar en la vida eterna. En sus escudos hacían figurar por ello una banda cruzada de sinople, símbolo de la lealtad y una espada desnuda, como muestra de fidelidad.

En la prosaica realidad actual, todo esto se ha ido al garete. Se mantienen las fórmulas y las ceremonias para exigir a los funcionarios y cargos públicos que juren o prometan que van a cumplir las máximas leyes del Estado -que están recogidas en el Texto Constitucional- obligándose además a hacerlas cumplir a sus subordinados. Pero, en cuanto toman posesión del cargo - y de los emolumentos que conlleva - se olvidan de ellas, de sus juramentos y compromisos, y empiezan a transgredirlas con cierto disimulo y mucha desvergüenza; pues sospechan que ni la Justicia divina ni la humana van a suspenderlos de empleo y sueldo.

Como, además, ahora no hay más blasones de honor y distinción que las “cuentas corrientes” - a ser posible, en algún paraíso fiscal- o las tarjetas de crédito opacas al Fisco; tampoco van a figurar símbolos ni marcas que identifiquen nuestras hazañas fraudulentas, para evitar la visita de los inspectores ni de los recaudadores de Hacienda.

En nuestra sociedad actual se puede jurar en vano con toda tranquilidad; nadie nos lo reprochará. Se pueden levantar falsos testimonios y mentir; se puede prometer solemnemente - en el nombre de Dios - cosas que ya se sabe que no se van a cumplir. Se pueden hurtar los dineros públicos o estafar a los ahorradores; fornicar al prójimo y ambicionar los bienes ajenos.

¡Siempre existirá, por Derecho, la presunción de que somos inocentes, aunque hagamos nuestras hazañas cara al público¡ En fin, se pueden trasgredir todos los mandamientos de la vieja y obsoleta Ley de Dios, siempre que con ello se obtengan sustanciosas mordidas y compensaciones presupuestarias. Por ello no vamos a perder la condición de estamento aforado de la nueva nobleza ni los privilegios que conlleva.

Nunca podremos entender cómo un gobierno elegido democráticamente por los votos de los ciudadanos se posiciona tan claramente en contra de los derechos y libertades de estos mismos ciudadanos, exigiendo sumisión y silencio y amenazando con penas pecuniarias arbitrarias a todos aquellos que, libre y pacíficamente, deseen manifestarse por los continuos desmanes de los responsables políticos; que juraron defender estas libertades y derechos. La lealtad y la fidelidad de nuestros ancestros son hoy la sumisión y el pelotilleo a los presidentes y secretarios generales de los aparatos de los partidos.