Conservo de mi época de facultad una fotografía que captó un compañero de carrera, Juan Antonio Arias, tomada en alguna correría, en los mesones de la calle General Ezponda --cuando todavía no habitaban en ella los turistas de interior buscando el menú del día más asequible--, en la que aparezco con mi mujer y con una pequeña niña gitana que enseña su cálida sonrisa de agradecimiento, morena, rolliza y entrañablemente guapa, como debió serlo la Soledad Montoya del Romancero a sus 8 o 9 años.

Poli, Hipólita Montaño Vargas, Montaño de dura crin, vendía entonces, a mediados de los felices 80, pañuelos o quizás ramitas de romero o albahaca, y recorría la ciudad de Cáceres de la mano de Purificación, la madre, con el inocente destello de la infancia en sus grandes ojos negros.

Hace unos días, aquella madre, más envejecida que nunca, y de riguroso luto gitano, se llevó de mi despacho unos trajes y algún dinero para el entierro de Poli, no sin antes enseñarme sorprendida el pésame del alcalde de Cáceres.

Poli se fue a mediados del frío febrero en el centro hospitalario Infanta Cristina de Badajoz, cuando la zarpa de la droga agarró con fuerza, esta vez sí, su corazón gitano, y no lo soltó. Poli murió de mil y un golpes de caballo, o de crack, o de cigarros de heroína, o de Dios sabe qué mezcla de sustancias psicotrópicas prohibidas.

Ahora me arrepiento, claro, pero la última vez que la ví en Cáceres, por Navidad, demacrada y con una delgadez espectral, propia de un relato de Lovecraft o Allan Poe, le recriminé que me hubiera engaña o --como siempre-- con el truco de... ¡yo le cambio el billete, don Manuel!, para luego desaparecer como alma que lleva el diablo con el parné. Lo cierto es que todo el mundo en Cáceres le había dado o negado dinero a Poli, todos habíamos discutido o incluso huído de ella en alguna ocasión, desde que dejó de ser aquella entrañable niña para convertirse en pobre alma enganchada a la droga, y me pregunto si pudimos hacer algo más por ella que quitárnosla de encima, con o sin dádivas.

No puedo ni debo contar el origen del sufrimiento de la niña Hipólita sin desvelar el secreto profesional y no lo haré. Pero el entorno de Poli sabe muy bien de las causas concretas de su decadencia, y el por qué de la muerte en vida que le supuso el contacto con la droga; allá cada cual con su conciencia.

Recuerdo --me recuerda mi mujer-- que mi amiga Piluca Ortega (buena donde las haya) le regalaba a la niña Hipólita sus muñecas por Navidad, cuando era estudiante, para alborozo de la pequeña. Espero que, esté donde esté ahora aquella gitana-niña, pueda jugar otra vez con ellas y recuperar la infancia perdida, con la misma sonrisa que se borró hace tanto tiempo.

Adiós, o hasta luego, Poli: Ya te enseñaré la foto algún día de estos, cuando baje por el monte oscuro de Lorca.