Siempre me han llamado la atención, misteriosamente, esas formaciones pétreas de pizarras. Esos campos escuálidos donde florecen las peñas de lascas cortantes y picudas; las que geólogos, geógrafos, biólogos o gentes de campo conocen como dientes de perro.

Qué dura la vida de aquellos de antaño que en esos campos lígrimos sacaban el pan del sustento. La tierra es poca y su fruto escaso, pero al menos no falto de calidad. Alguna vez esos páramos fueron bosque de encinas y dehesa frondosa y arbolada; pero hoy es yermo llano donde pace la merina y anidan, para enhuerar, las esteparias. Aun así, a mí me parece una geografía sugestiva y llena de encanto. No sé por qué, mirando las formaciones de dientes de perro, evoco un pasado épico de gestas y ´fazañas´, como decía nuestro admirado y querido Don Quijote.

Recién hemos ido de caza a las llanas del nordeste cacereño. Nos dieron para el pelo la lluvia y la solajera. Si un día, plesiglases y paraguas; el otro, toda prenda sobraba y estaba de más. El sol de otoño, y húmedo para más agobio, nos zurró la badana inclemente, cuando pateábamos, escopeta al hombro, esos campos de abrojos, picos, aulagas y reseco pastizal.

Geografía tan austera es sin embargo casa y morada de la vida silvestre. Va uno ensimismado en sus cavilaciones y de repente, le salta la rabona a dos pasos de las botas; o pasa uno un suave otero y la patirroja le sorprende con su aleteo urgente.

Delicias de la caza menor, que muy pocos ya tenemos la dicha y el privilegio de disfrutar.

Como si su evidente dureza quisiera recompensarnos por nuestra asiduidad, los llanos y sus afilados "dientes de perro" nos ofrecen, cuando vamos, el fruto de su regazo: la caza auténtica; que si hoy es escasa en tantas geografías patrias, allí bulle, late, se recupera y nos regala jornadas de ejercicio saludable, y la inefable sensación que produce el contacto directo con la naturaleza viva y salvaje.