Una maleta vacía y toda la vida por delante. Para la mayoría de los jóvenes cacereños, cumplir 18 años significa mayoría de edad, fiesta y libertad. Para cientos de huérfanos de la capital y de la provincia, cumplir 18 años significó, a lo largo de siglo y medio, el momento más doloroso de sus cortas vidas, el momento de la emancipación.

El colegio de huérfanos San Francisco, donde habían entrado al poco de nacer, les entregaba una maleta confeccionada por los niños carpinteros de la institución, unos zapatos salidos de las manos de los aprendices de zapatería, un traje hecho por los sastrecillos, una cantidad de dinero, que llegó a ser de 700 pesetas, y el muchacho se veía en la calle, solo, sin familia y con una consigna martilleando: buscarse la vida.

Esta escena, repetida a las puertas del hoy complejo cultural San Francisco desde mediados del siglo XIX, ya no es posible. La gran demanda de adopciones y los bajos índices de abandono de recién nacidos han provocado que en el actual hogar infantil de la Diputación no haya más de 20 niños, que enseguida son adoptados por familias. Pero no siempre fue así.

Con la desamortización de Mendizábal, el antiguo convento de San Francisco se convirtió en un cuartel de caballería que albergaba 800 infantes y 200 caballos. En 1841, al acabar la guerra carlista, se reconvirtió el primer piso en hospital, la planta baja, en albergue de transeúntes pobres y los huecos libres fueron ocupados por los niños huérfanos.

La proximidad de la ribera del Marco, bastante insalubre por la presencia de numerosos curtidores, obligó a trasladar las dependencias sanitarias en 1890 al nuevo hospital provincial. Paradójicamente, los niños se quedaron en San Francisco.

En esa época, había un famoso torno donde las madres abandonaban a sus hijos amparadas en el anonimato. También era frecuente que las madres de los pueblos de la provincia utilizaran intermediarias que, cobrando una pequeña propina, traían el niño al torno.

Adoptar a un niño huérfano era muy sencillo y no existía demasiado control por parte de la diputación. Bastaba un visto bueno del párroco local y del alcalde. Con el niño se entregaba cierta cantidad de dinero y esto provocó un aluvión de adopciones en determinadas comarcas como Las Hurdes. La visita del rey Alfonso XIII a aquella zona permitió al monarca conocer la situación de semiesclavismo de los niños expósitos.

EXPOSITO EN LAS HURDES

En el libro Yo, expósito en Las Hurdes , el exalumno de San Francisco Anselmo Iglesias describe cómo las familias llegaban al colegio y desde una ventana observaban a los niños, que salían al patio renacentista. Escogían el que más les gustaba y se lo llevaban.

Anselmo fue adoptado por una rica familia hurdana, pero nada más llegar al pueblo, con 7 años, lo dejan en el campo cuidando las cabras. Dormía en un pajar y nunca se sentaba a comer con la familia.

El rey Alfonso XIII, escandalizado con estas situaciones, muy frecuentes entonces en Las Hurdes, prohíbe tajantemente que se envíen niños expósitos a esa comarca. Sin embargo, esta práctica seguiría vigente, incluso después de la guerra civil, en otros pueblos, donde las familias adoptaban huérfanos a los que convertían tácitamente en niños esclavos a los que devolvían a San Francisco cuando se acercaban a la mayoría de edad.

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