El mismo año que Colón descubría América y los Reyes Católicos reconquistaban Granada, nacía cerca de Milán un señor llamado Alciato que es el fundador de la emblemática, ciencia a la que se dedicaba en sus ratos de ocio y que consiste en un código gráfico-literario imprescindible para entender el arte y comprender el humanismo.

Los emblemas de Alciato, los tratados de mitología y los diccionarios de temas y símbolos nos permiten interpretar la literatura y cualquier creación artística porque desde antiguo, el hombre se apoya en esos símbolos y cualquier pueblo ha creado a lo largo de los siglos un código de señales, personajes y espacios identificativos que conforman el imaginario colectivo e identitario.

El Cid y los impuestos

El propio Cristóbal Colón, los Reyes Católicos, el Cid o Viriato son emblemas hispánicos y poco importa que el Cid se quedara con alguno de los impuestos que recaudaba: ha pasado a la historia como un héroe honrado e invencible y no hay más que hablar. Con el Duque de Alba sucede lo contrario. Era un noble disciplinado, valiente e íntegro, pero en Holanda ha pasado a la posteridad como el ogro por antonomasia y cuando los niños no acaban su comida, se les amenaza diciéndoles que va a venir el Duque de Alba y se los va a llevar.

La ciudad feliz no es ajena a esta necesidad de emblemas y mitos. A bote pronto, la lista de símbolos es larga. Son lugares comunes El Requeté, Pintores, Cánovas, La Cruz de los Caídos, la torre del Bujaco, Las Minas o El Carneril. El futbolista Manolo representa el éxito, el pívot Jiri Okac se asocia con la gloria, el cantante Paco Martín, con la autoestima musical colectiva...

Tomás Pérez es la voz, Nano es la ternura, Pinilla, la construcción, Dioni, la moda, Caldera y Javier, la fotografía... Hay obispos mitológicos como Galarza, Segura Sáez o Llopis Ivorra y alcaldes también mitológicos como Canales o Díaz de Bustamante. Y en el campo de lo religioso y afectivo, abundan las referencias presididas por san Jorge y la Virgen de la Montaña sin dejar atrás el Nazareno, la Esperanza o el Cristo Negro.

La simbología popular es caprichosa. Así, Cáceres es la ciudad feliz porque Gómez Becerra convenció a los franceses de que no la destruyeran, pero este benefactor, que llegó a ser presidente de las Cortes y del Consejo de Ministros y publicó el primer periódico local del que se tiene noticia, sólo da nombre a una calle, pero no forma parte del imaginario colectivo.

Hay otro personaje fundamental en la historia de la ciudad feliz . Es Fray Nicolás de Ovando, que cuando fue encargado por los Reyes Católicos de organizar la primera gran expedición colonizadora de América, se llevó a muchos cacereños. En ese viaje está la base de la riqueza que años después llegó a Cáceres y se derramó por la ciudad en forma de palacios que hoy constituyen su primer atractivo.

Pero ni Ovando ni sus compañeros de expedición, que no eran pordioseros ni porqueros, como reza la leyenda, sino en gran parte gente acomodada, han entrado en nuestro particular diccionario de emblemas locales, donde tampoco se encuentra Pedro Corbacho, cacereño que acompañó a Colón en su viaje a América.

Sí es un mito local, paradójicamente, una gallina de oro, mora encantada por su padre, Caíd de Cáceres, tras haberlo traicionado desvelando involuntariamente un secreto pasadizo por el que los sitiadores cristianos penetraron en la ciudad y la reconquistaron.

Y es que la mitología es caprichosa: entroniza El Redoble y desdeña al maestro Solano, idealiza La Sierrilla y desprecia la Ribera del Marco, ensalza la Cruz de los Caídos y minusvalora el puente de San Francisco... La simbología es así de veleidosa: desde la época de la Magna Grecia hasta los tiempos de la ciudad feliz .