Al colegio ha llegado, para echar una mano en el comedor y colaborar con el departamento de pastoral, una congragación de religiosas: jóvenes, alegres, simpáticas. Visten con hábito y toca marrón claro. El primer día, la comida fue muy divertida, los niños no salían del asombro y, curiosos por naturaleza, no dejaron de preguntar: «¿Quiénes son? ¿Van siempre así vestidas? ¿También duermen con ese traje? ¿Tienen orejas?...»

La semana pasada, en una clase de Infantil, mientras cantaban, una de las niñas comenzó a hacer pucheros. La profesora, muy atenta a cada uno de los niños, inmediatamente se acercó para comprobar qué le pasaba: «me dan miedo», dijo. La niña no había visto a nadie aún con hábito.

Los niños están saturados de ver monstruos, máscaras con caras deformadas, terroríficas calabazas y calaveras. Ellos mismos se disfrazan para pedir chuches en Halloween, sin embargo, una religiosa les da miedo.

Dos cosas me sugiere este hecho: la profunda secularización de nuestra sociedad, en la que algo tan habitual hasta hace poco, como era ver una religiosa en los colegios, los hospitales o por la calle, se ha convertido en la excepción, y la desnaturalización de la fiesta de Todos los Santos.

¡Cuántas y cuántas religiosas hay en los altares! Mujeres que vivieron santamente y que, reconocidas sus virtudes, la Iglesia las propone como modelos a seguir. Cuántas también hoy siguen atendiendo parroquias, residencias y centros sociales. Lugares que los niños pocas veces visitan.

Cuando en la parroquia entran por primera vez los niños de primer curso de comunión, lo hacen corriendo y chillando, como si de un pabellón deportivo se tratase. Quizá sean esos edificios los únicos que con frecuencia hayan visitado hasta el momento.

Celebrar los santos es verlos como ejemplos para nuestras vidas e inspiradores también de la vocación de los más pequeños.