Juan Nevado acababa de cumplir los 18 años cuando bajó por primera vez a la mina. Fue asignado al pozo 4, hoy museo minero, y nunca imaginó lo que realmente le esperaba durante siete largos años, siete horas diarias en las galerías, llegando a trabajar en la cota más baja: 195 metros. "Aquello era tremendo: los jóvenes caían como moscas por la enfermedad de la silicosis y siempre teníamos la ropa mojada. Pero daban un buen sueldo, no lo cobrábamos en ningún otro sitio, y allí íbamos aguantando. Hoy te digo que no bajaría por nada del mundo, aunque me dieran todo el dinero, pero eran otros tiempos...".

Sentado con su mujer al calor del brasero de su hogar, a pocos metros de los viejos edificios mineros, Juan, a sus 78 años, recuerda su vida en los pozos hasta que el temor a morir le animó a dejarlo. "Dicen que el miedo hace la viña", afirma. Y es que ni sus dos décadas de emigrante en Francia, Alemania y Cataluña pueden compararse con aquellos años en las profundidades.

"La mina era una gran oportunidad, por eso nos mudamos desde Torreorgaz. Entró mi hermano, yo le seguí con 17 años. Me tuvieron arriba, en el llano del embarcadero, entonces repleto de mineral, cargando trece vagonas diarias hasta que cumplí 18 años y me destinaron abajo". Descendía a diario, a las siete en punto de la mañana, en pantalón corto y camisa, solo alumbrado por el carburo. Se dedicaba a llenar vagonetas en las tolvas y a transportarlas hasta la jaula (ascensor). Algunas veces se metía descalzo en los pozos para achicarlos con calderos. En cualquier caso, los mineros siempre trabajaban calados de agua. "Un día hubo un desprendimiento y enterró la única luz que llevaba. Me quedé solo, a oscuras, pero pude contarlo".

El polvo de las galerías hacía estragos y los muertos se sucedían. "En otra ocasión llevábamos una hora trabajando cuando se derrumbó un liso y mató a un compañero", recuerda. Un buen día Juan se plantó: "Yo salgo de aquí, me dije". Fue a la consulta del médico de la mina "y le pedí que me mirara con rayos. Si estaba sano, pediría la liquidación, pero si tenía silicosis, ¿adónde iba ya?". Tras mucho insistir le analizaron y le dijeron que seguía bien. "Compré una liebre y junté a la familia para festejar que dejaba la mina". Hoy, Juan y cinco de sus seis hijos viven en Aldea Moret, "una cosa no quita la otra y el barrio es nuestra casa".