Nuestra forma de convivencia, en buena parte, se basa en la convicción de que todos somos egoístas e interesados y, por eso, llega a parecernos normal que se produzcan noticias de ambiciones, intrigas, y agresiones de todo tipo. Es un efecto más de la ‘cultura del tener’ que se impone sobre la ‘cultura del ser’, a lo cual ya se refirió Erich Fromm hace muchos años.

En este contexto los «listos» suelen triunfar con frecuencia. Son quienes van «a lo suyo», lo cual no suele coincidir con el bien común, sino con sus propios intereses, y lo persiguen aunque sea a base de codazos y zancadillas. El objetivo del «listo» es conseguir cotas de poder a cualquier precio y medrar a costa de los demás. A veces se dejan ver el plumero, pero la mayoría de la gente los aplaude y envidia porque compartimos una visión de la vida que podríamos llamar darwinista, según la cual todos somos competitivos y la rivalidad entre unos y otros sería algo natural y, por lo tanto, inevitable.

Sin embargo los sabios de verdad procuran ser ponderados, justos, equilibrados y de noble corazón. No se dejan guiar tanto por los valores del «tener» cuanto por el valores del «ser». Su sola presencia pone nervioso al «listo» porque su propio estilo de vida ya implica una recriminación para su conducta individualista. El sabio ama la justicia y la verdad, cultiva la amistad desde la gratuidad y es honrado a carta cabal, aunque económicamente salga perdiendo. En sus decisiones considera las consecuencias que van a tener para los demás y, por encima de disputas, busca el consenso aunque tenga que ser el primero en renunciar a lo propio.

Hoy pululan los listos en muy diversos lugares e instituciones (económicas, políticas, religiosas…). La lógica que impera en nuestro tiempo produce muchos «listos» y aprovechados, pero pocos hombres y mujeres buenos de verdad, verdaderamente sabios. Y, precisamente, son los que más necesitamos.