Quién me lo dijera, amigos míos. No hace falta ir allá, a las lejanías del sagel sahariano para disfrutar de las delicias de un oasis. Es así que, en estos deambuleos domésticos a los que acostumbramos, a veces nos llevamos alguna que otra agradable sorpresa.

Al azar, decidimos ir a hacer una visita a la ermita de la Virgen del Prado, patrona de nuestros casi paisanos del Casar, esa villa tan cercana y que frecuentamos la mar de los días. Inexplicablemente han transcurrido muchísimos años desde que, allá en el olvido de la infancia, estuvimos en dicho paraje; pero la pátina de los años había borrado ya todo vestigio de imágenes en el recuerdo. Y llegó la sorpresa susodicha.

El páramo que se extiende hacia el norte después del barzal domesticado de Las Viñas de la Mata, alberga en su seno un magnífico rodal de vegetación absolutamente admirable: son los entornos de la ermita. Arboles diversos, denso sardón, barzal tupido y en fin, todo un mundo de verdor agradabilísimo para los sentidos, sobre todo ya en estos días en los que el calor empieza a resultar fatigoso y contumaz.

Y la ermita. No sé si hay comparación con Altagracia y ni si viene al cuento la misma. Como quiera que fuese, templos de piedad y oración, consuelo de afligidos y alborozo de romerías que los casareños han guardado en la más lógica de las tradiciones.

Cabe la formidable fábrica de la ermita-templo las dependencias de los guardeses, otrora ermitaños o vaya usted a saber el mucho tráfago que ha habido, y hay, en tal idílico paraje. A unos metros, entre zarzas y arbustos, un estanque que, ¡ay!, uestra la incivilidad de algunos visitantes que hacen gala de la mala educación de los tiempos presentes, y arrojan a las aguas tranquilas los más diversos objetos. Un respeto, por Dios bendito.

Dejamos el oasis del Prado y salimos hacia los campos abiertos del llano refulgente. ¿No son estas las tierras de Pozo Morisco? ¿Dónde está su casa fuerte? Hacia el norte, la depresión de Araya y Santo Domingo, y allí, en el raspil de enfrente, volvemos a ver La Calera. Viramos hacia la diestra y en vez de seguir el camino verdoso y grisáceo que lleva al pie de esa casa de cigüeñas, que alguna vez fue estación de ferrocarril, tomamos otro que mira hacia poniente, y al cabo de media legua una verja: ¡Mar-Mae!

Casa fuerte de Mae-Mae- pero no entramos. Hay que respetar la propiedad privada y Mae-Mae se ve enseguida que está habitada y bien vivida. De las ruinas lastimeras de Santiago Bencáliz y La Calera hemos pasado a una casa fuerte que ha tenido la suerte de haber sido recobrada para la habitación y la vida por unos dueños decididos. Larga vida a Mae-Mae y a sus moradores. Que sus descendientes puedan habitar una morada con tanta historia en sus muros.