Decir Valle del Jerte es decir cerezas. Pero no sólo cerezas. Se celebran en el palacio de Carvajal unas jornadas para dar a conocer las maravillas con las que el otoño engalana a esta privilegiada comarca. En los más lejanos lugares de España he conocido a pintores con su destino en este valle durante la estación otoñal, pues en pocos enclaves naturales encontraban la gama de colores que muestran las hojas de las más variadas especies arbóreas que se desparraman por las riberas del río y las laderas de las montañas.

El viajero no encontrará dificultades para recorrer estos parajes por caminos abiertos que propician vistas panorámicas, por senderos techados de vegetación, trochas ribereñas pegadas a los caños de agua tan fría como transparente. Descansará su cuerpo, que no su vista, con cuidado de no pincharse con los erizos, aliviará su sed en los manantiales y refrescará sus pies en el agua de las gargantas si el agua no le atemoriza.

Rememorará la vida de los judíos, de los mercaderes del siglo XVII, el esplendor de las casas señoriales, la arquitectura, el adobe, el doblao, la lancha en la cocina, el empedrado en el patio, los pórticos con columnas de madera o de piedra y los balcones. Podrá oler y degustar a auténtico, ese olor y sabor ya añejos y casi perdidos. Verá que sus habitantes han conservado su patrimonio y, por su laboriosidad, han entrado en el progreso. Venga al Valle del Jerte en otoño. Merece la pena.