Cánovas es a Cáceres lo que Las Ramblas a Barcelona. El tramo urbano que va de la Cruz de los Caídos a la calle San Antón es el paseo de toda la vida de La ciudad feliz , el espacio urbano donde los cacereños juegan en la infancia, besan en la juventud y toman el sol en la senectud.

Para medir el cacereñismo de un ciudadano, hay que pasar la prueba de Cánovas: si cruza el paseo en cinco minutos es mejor que pida traslado. El cacereño fetén tarda más de media hora en recorrerlo y, desde luego, no lo cruza de cualquier manera: una cosa es sacar al perro en chándal por el barrio y otra muy distinta vestirse de Cánovas.

El cacereño ama su parque, presume de él y se derrite en almíbar cuando los visitantes lo ensalzan. Pero a veces parece como si ese orgullo fuera algo impostado y falso, como si por encima del amor a Cánovas estuviera el amor al cemento, a la falsa modernidad arquitectónica y a la estética del chalé: lo verde es bello, pero si no tiene chalés es como si le faltara algo.

BUSCANDO LOS FRATRES

Cánovas nació en la segunda mitad del siglo XIX, cuando La ciudad feliz crecía buscando la estación del ferrocarril levantada en Los Fratres. El parque y su entorno fueron llenándose de estatuas, templetes, fuentes y casas preciosas. Por esos años, las grandes ciudades europeas trazaban también sus parques y levantaban quioscos, pabellones y fontanas semejantes a las cacereñas. Pero el paso del tiempo deparó sorpresas desagradables.

Ya hemos contado cómo desaparecieron los cafés cacereños con sabor añejo mientras otras ciudades los conservaban. Lo mismo se puede decir de los emblemas y señales históricas de Cánovas y su entorno. Así, el viejo y tierno templete de la música, inaugurado en 1887, fue remodelado y convertido en mazacote grosero en 1999. El llamado Quiosco Colón, instalado antes de la guerra civil por unos valencianos para vender naranjas y convertido en bar durante 40 años por Lorenzo Cordero Salazar, también fue despojado de lo entrañable en 1999.

La casa de las Chicuelas, levantada en 1927, fue demolida vergonzantemente en 1980 para construir un edificio sin gracia, pero con precio. A los cacereños les da lo mismo que destrocen su imaginario colectivo. Los habitantes de la ciudad feliz no protestan porque protestar no es elegante y porque creen que para ser dichosos es mejor conformarse que revolverse.

No se trata de una cuestión sólo política porque en los desaguisados han participado unos y otros, como si el crepúsculo de las ideologías de Fernández de la Mora se hiciera realidad a la hora de acometer barbaridades.

La última es ese terrible quiosco de las flores que se está edificando en el llamado Parque de Abajo . En cualquier ciudad, habría sido una instalación desmontable, de madera noble, de metal elegante. Aquí no, aquí será otro mamotreto más de cemento y ladrillo porque los concejales nunca han mimado Cánovas: los quioscos de prensa son vulgares; los templetes, lamentables; este puesto de flores, aberrante... Hasta el BBV tiene más sensibilidad que el ayuntamiento y restaurará con primor su sede modernista de Cánovas.

El paseo central de La ciudad feliz no tiene nada que envidiar al Parc de Luxembourg parisino ni a la Hauptallee del Prater vienés, pero los cacereños sí tienen mucho que aprender de vieneses y parisinos: ellos nunca permitirían tantas burradas en sus parques, aunque eso les haga menos felices, menos conformistas... más rebeldes.