El pasado lunes fue un día de esos que no se desean vivir, un lunes negro, dos entierros a la misma hora. Uno, un papá del Colegio Diocesano, treinta y pocos, motero. Se nos fue por la caída más simple, en plena juventud. El otro, apenas recién jubilado, treinta años de conserje en el Seminario. Lo conocía desde que entré con 11 añitos de seminarista, era ese señor que sabía dónde estaba todo y todo lo arreglaba y, si no sabía, tenía el don para que, fontanero, electricista, carpintero, albañil, cristalero… A los cinco minutos de su llamada estuvieran aquí para arreglarlo. Se fue, tras una operación de las que hoy son rutinarias, por un virus de quirófano.

¿La vida es injusta? Sí. ¿Dolorosa? Sí. Sus esposas, hijos, padres, hermanos… lo saben, como lo sabemos todos los que hemos perdido seres queridos, más en circunstancias inesperadas, aunque no por muy esperado lo es menos. ¿Qué decir ahora? Nada. Un beso, un abrazo, estar a su lado, mostrar que la vida sigue, que estamos aquí, que, a pesar de todo, hay futuro, aunque ahora no se vea muy claro, que hay esperanza, que se puede, que merece la pena seguir, porque hay por quién luchar, porque hay a quién amar.

Y para los que tenéis fe, para los que creéis que alguien dará sentido a este sin sentido, para los que confiáis que tras la oscura muerte llega la clara luz de la vida en plenitud, no dudéis, ellos ya velan por nosotros, ellos ya disfrutan de algo mejor y nos esperan. «Nada son los sufrimientos de la vida presente, comparados con la gloria que nos espera en el Cielo» (2 Cor 4,17).

La vida nos da siempre muchos golpes. No sería extraño que este verano, cosa previsible, los malditos accidentes de tráfico volviesen a dejarnos conmocionados. En ningún caso lo deseo. Y recordad, la vida siempre tendrá muchos más días de felicidad que palos nos pueda dar.