Desde que fue anunciado en el balcón de la plaza de San Pedro en Roma, había dado pruebas de la infalibilidad de la que es conferido el Vicario de Cristo en la Tierra. Todo lo que decía, lo que hacía, parecía estar vigilado y protegido desde 'Arriba' para que no cometiera errores. Sus improvisadas lecciones desde los aviones tenían una aceptación general en el mundo entero que aplaudía sus palabras, quizás porque las impartía "desde el cielo".

Desde el mismo momento de su nombramiento, el Papa Francisco ha querido acercarse tanto al pueblo, ser uno más, que, posiblemente ese acercamiento a lo terrenal, a lo mundano, le ha llevado a meter profundamente la pata cuando se ha referido a los límites de la libertad. El desafortunado ejemplo que esgrimió hace unos días justificando un "puñetazo limpio" a quien hablara mal de una madre (aunque podamos entender el mensaje profundo de esta expresión), hace que su infalibilidad se tambalee. Es demasiado delicado el tema, después de haber vivido y sufrido la masacre de Francia en el 'Charlie Hebdo', hablar de límites en la libertad de expresión.

Si ponemos límites a la libertad deja de ser "libertad". Por el contrario, a lo que sí que tenemos que poner límites es a la violencia. Esa es la que no debe aparecer nunca, la que no debe formar parte de nuestro vocabulario ni de nuestras vidas. Las sociedades civilizadas deben garantizar la convivencia sin restringir un ápice la libertad, haciendo alarde de un sistema de justicia que vele por el respeto entre sus ciudadanos sin que nadie se sienta amordazado ni temeroso de expresar sus opiniones libremente.

UN SISTEMA DE justicia justo que no establezca límites a la libertad de expresión, sino que garantice que el uso de la libertad de unos, no lesione el honor y la dignidad de los demás. Y es esa justicia, y nunca la violencia, la que está justificada para poder hablar y hacer callar a las armas. La libertad es el mayor logro del ser humano y debemos poner nuestro mayor empeño en aprender a utilizarla.