Los cacereños son muy dados a agradecer lo que es de justicia. Parecen tan acostumbrados a sufrir el desprecio de los funcionarios públicos y la indolencia de los políticos que cuando los tratan bien en un organismo o un político actúa como debiera, se deshacen en agradecimientos.

En ningún otro lugar como en La ciudad feliz llegan tantas cartas a los periódicos donde los pacientes de la Seguridad Social agradecen, como si de un milagro se tratara, el hecho de que el personal de un hospital los haya tratado como se debe, es decir, con corrección y eficacia. Parece como si fuera un milagro que el médico curara y fuera amable o que la enfermera les sonriera y no los echara del hospital.

En La ciudad feliz se llevan regalos al psicólogo que trata, al pedagogo que orienta, al técnico que tramita, al ingeniero que asesora y al político que gestiona aunque todos ellos cobren del erario público y no hagan otra cosa que cumplir con su trabajo. El último episodio conocido de estos agradecimientos está en esa propuesta vecinal para darle el nombre de Alcalde Saponi Mendo a una zona verde que acaba de crear el ayuntamiento en el barrio del Perú.

EL SINDROME DEL MANA

En el fondo, todos estos agradecimientos encubren un rasgo definitorio de La ciudad feliz : la creencia de que las cosas llegan siempre por la suerte, la intercesión divina o la buena disposición de los otros. Es el síndrome del maná, que nos lleva a esperar el Ave sin movilizarnos por conseguirlo o que ha facilitado la tardanza de una autovía de la Plata que con unos ciudadanos menos resignados ya hubiera llegado hace años.

El alcalde Saponi, con muy buen criterio, ha rechazado la pretensión vecinal entendiendo que ni es oportuna ni procede. Sin embargo, en la propuesta de la asociación promotora de la idea se desliza una verdad incontestable: Cáceres se está convirtiendo en una de las ciudades con más zonas verdes de España. Y ahí entroncamos con otra de las características de La ciudad feliz : su amor por el parque.

La pasada primavera, un ciudadano franco-marroquí que acababa de instalar un restaurante turco cerca de la plaza Mayor comentaba que lo que le había llamado la atención de Cáceres no había sido su parte antigua sino sus parques y el ambiente de sus paseos. Ese trajín por sus zonas verdes le dio a entender que ésta era una ciudad vital y lo animó a invertir aquí.

En efecto, La ciudad feliz ocupaba en el año 2000 el puesto 11 entre las capitales españolas por sus metros de zona verde por habitante. Desde entonces, con la inauguración de parques en el Rodeo, Fratres, Perú, Cabezarrubia, etcétera, y con el previsto corredor verde de la Ribera del Marco, Cáceres se colocará entre las seis ciudades más verdes de España. Y aunque la gestión de Saponi tenga mucho que ver en ello, lo cierto es que esa devoción viene de antiguo.

En 1800, sólo el paseo de San Francisco era lugar de paseo. En 1840 se derribaba el convento de la Concepción, se convertía el lugar en plaza y, en 1860, acababa siendo un parque con el banco corrido de piedra y barandilla de hierro que aún se conserva. Algo después, los cacereños ya paseaban por el paseo del Perejil, camino de la plaza de Toros. Después vendría Cánovas, llegaría la plantación de árboles en calles y avenidas y así hasta hoy.

Los turistas que llegan a Cáceres son recibidos por praderas verdes en el Perú o Nuevo Cáceres, contemplan el parque del Príncipe desde Hernán Cortés, la cascada del parque del Padre Pacífico en Cabezarrubia, el parque de Maltravieso si llegan desde Miajadas, etcétera.

La ciudad feliz , en fin, ama lo verde y es muy agradecida a sus próceres en vida. Pero en cuanto se mueren, pierde la memoria. Ahí está el olvido en que han quedado grandes alcaldes como Díaz de Bustamante o el propio Antonio Canales, que en el museo Casa Pedrilla sólo tiene un panel en una esquina mientras otros políticos como Antonio Hurtado o Muñoz Chaves cuentan con vitrinas, cuadros, fotos, objetos personales y homenajes varios.