Una ciudad no tiene corazón, tiene un parque pequeño situado en el centro de la memoria en el que corre el agua de las fuentes y en el que, al atardecer, se arremolinan los gorriones antes de abandonarse a la hospitalidad de su tibieza. El paseante ve su rostro reflejado en los escaparates y se da cuenta de que, al menos en lo que a su alma se refiere, a él no le concierne la ciudad, que él pertenece al parque, que en realidad jamás ha salido de ese antiguo recinto perfumado, que nunca ha dejado de corretear bajo las hojas de las catalpas --grandes y suaves como las manos de su madre-- ni de percibir el balanceo tranquilo de los plátanos con el aire de la felicidad que una vez creció en él y que, al cabo de los años, no ha perdido del todo.

El paseante sabe que una ciudad no tiene corazón, pero que existe, en algún lugar, una fuente de piedra con siete peces rojos centelleantes y un puñado de niños que gira a su alrededor mientras su voces se elevan por encima de las hojas de las acacias, más allá de las habitaciones de las lavanderas y los mirlos.

*Escritor.