TLtes deseo un feliz verano y que sean capaces de desconectar todo lo posible. Todos necesitamos unos días de cambio de rumbo en los que las obligaciones cotidianas pasen a un segundo plano. Andaba yo buscando el asunto que me permitiera dedicarles estas últimas letras antes de la parada estival cuando me propusieron un paseo curativo por la parte antigua. Así que, bien acompañado y mejor dispuesto, con los ojos abiertos y las entendederas alerta, me dispuse a desafiar el calor del mediodía. Como mi acompañante vive fuera y visita la ciudad de tarde en tarde, dejé que me fuera cantando las novedades con la sinceridad de su mirada desacostumbrada, como el que advierte los cambios en una persona después de haber pasado algún tiempo.

Bajando por Pintores se horrorizó con las pintadas que ensucian cualquier atisbo de fachada de la misma forma que se alegró con la aparición de nuevos negocios y locales en reforma. Aunque la plaza Mayor ya no es una sorpresa, se enorgulleció de que hubiera vuelto a encontrar su papel protagonista en la ciudad --como cuando yo era estudiante me confesó-- y apreció su horizonte limpio y despejado.

Cuando pasamos por debajo del Arco de la Estrella, me dijo muy bajito, quizás conmovida, que siempre tenía la sensación de entrar en otro mundo, en un mundo medieval, misterioso y nostálgico. Caminamos despacio sobre las piedras centenarias casi en silencio, parando solo para hacer algunas fotos, abrumados por la belleza con la que la luz limpia y tibia de la mañana envolvía callejuelas y palacios.

Visitamos aljibes, patios y museos; anduvimos con y sin rumbo, según dispusieran los pies o la cabeza; evaluamos el rigor y la oportunidad de algunas de las obras y reformas; y cuando presumimos nuestros sentidos cargados de tranquilidad y sosiego, decidimos regresar a la "civilización", al ruido y a las prisas. Y así, sin más, nos despedimos: ¡nos vemos en septiembre!