El mar, la mar... Cáceres no tiene mar y dicen quienes han vivido alguna vez junto a las olas que es lo único que le falta a la ciudad feliz para ser perfecta. El mar, ese espacio intemporal que se busca para abstraerse y encontrarse a sí mismo en la inmensidad, en la universalidad de lo inabarcable.

El mar impresiona los sentidos y abre la mente porque ofrece la posibilidad de viajar a cualquier lugar, porque miras a lo lejos y al frente está Estambul, Stonehenge, Nueva York o cualquier otro paraíso soñado.

El mar y los espacios naturales tienen la virtud de sosegar el espíritu, pero las ciudades nos constriñen con sus edificios limitando el horizonte y la mirada. Sin embargo, la ciudad feliz tiene la suerte de contar con un universo de piedra que ejerce sobre los cacereños la misma influencia benefactora que el Mediterráneo, el Cantábrico, los Arribes del Duero o el delta del Ebro.

Un balneario de granito

Cáceres tiene una parte antigua que sus ciudadanos visitan en raras ocasiones, pero cuando lo hacen, reconocen que les ayuda a abstraerse, a superar las coordenadas espaciales y temporales que limitan la existencia y encierran nuestra experiencia en los ejes castrantes de lo cotidiano. La ciudad monumental de Cáceres es un refugio contra la ansiedad, un balneario de granito y oro que remansa, pacifica y fascina.

Al pasar bajo el Arco de la Estrella, los cacereños dejan fuera el tráfico, la prisa y el ruido. Deambulan sin rumbo y se dejan llevar por la lujuria del silencio, el placer de la soledad y el deleite de las visiones sobrehumanas: el sol demorándose en un almena de oro, la cigüeña planeando sobre la oscuridad en el último vuelo del día, el patio entrevisto entre unas verjas, tras la hoja de un puerta, desde un umbral, desde un alféizar, desde la calleja recóndita y quebrada...

Patios de la ciudad feliz , grandes deconocidos de la arquitectura cacereña. Patios de aspidistras, de brocales, aguas frescas, macetas de barro viejo y geranios retozando entre columnas, alumbrando con su guiño de color la cal blanca, el granito pardo, el hierro negro...

De la ciudad feliz se ha dicho siempre que era la gran desconocida. Pero el desconocimiento no era sólo de puertas afuera, sino interior: Cáceres no se conocía a sí mismo. Los cacereños pensaban que todo el mundo era una gran ciudad antigua hasta que empezaron a viajar y repararon en su tesoro. Después llegaron los forasteros y descubrieron el cofre y su secreto.

Pero pasan los años y los cacereños aún no han descubierto en su integridad la riqueza en que habitan. Mientras en otras ciudades los patios son objeto de fiesta y se convierten en el santo y seña de la identidad local, los patios del viejo Cáceres son los grandes olvidados de la ciudad feliz porque como antaño, por aquí se piensa que en todas las ciudades del mundo hay patios así.

Pero no, nuestros patios son únicos y un día habrá un concejal que reparará en ellos, y un consorcio que organizará una ruta de los patios, y un animador cultural que programará una fabulosa semana musical titulada Noches de verano en los patios de Cáceres .

Y todo eso saldrá en los telediarios, y se llenarán los hoteles para acudir a los conciertos, o a los recitales poéticos, o a los monólogos de los patios, y no habrá entradas, y nos sentiremos orgullosos porque nuestros patios no tienen nada que envidiar, por poner un ejemplo, a los de Córdoba, que parecen ser los más famosos.

Mientras tanto, ahí están, esperando que alguien los descubra y les dedique un folleto turístico en cuatricomía. Patios del palacio de la Isla, del museo árabe, del Carvajal, de la casa de Ovando, de la torre de Sande, del Parador, de las Cigüeñas, de Aldana, del palacio de Adanero, de la Generala, de las Veletas, de Mayoralgo... Patios bellísimos, recoletos y particulares de la ciudad feliz .