En Cité Soleil, el precio de una vida no supera a veces los 1.000 gourdes (20 euros). Ese es el mísero rescate exigido en algunos de los cientos de secuestros que se suceden en las calles de este barrio de favelas de las afueras de Puerto Príncipe, la capital de Haití. En este rincón del país más pobre de América, según la ONU, el crimen es la industria de la supervivencia y la vida solo es una moneda de cambio que se paga, dependiendo del estatus, a 1.000 o hasta 10 millones de gourdes.

El cacereño Pedro Martín Pérez ha sido testigo de ello. Recuerda hasta 35 secuestros solo en el mes de mayo del año pasado. La tasa de criminalidad de este barrio es mil veces más alta que la de Cáceres. "Allí todo el mundo tiene un arma y la vida no vale nada", asegura.

Sin embargo eso no asustó a este policía cacereño de 35 años que al poco de estrenar su uniforme y recién casado, se embarcó en la misión humanitaria que la ONU mantiene en el país caribeño desde el 2004 para mejorar su seguridad y estabilidad. "Era una ocasión para hacer algo por los demás y de conocer nuevas culturas. No puede rechazarla", cuenta ya de regreso en Cáceres. Lo cierto es que también debe haber algo genético en su decisión, porque mientras él se pateaba Haití, su hermano militar hacia lo propio en Kosovo.

Pionero

Pedro Martín Pérez ingresó en el cuerpo en el 2002. Trabajó como agregado de escolta en la Audiencia Nacional e Iba a regresar a Cáceres, cuando surgió "esta oportunidad". Así que durante el 2008, cambió la tranquila comisaría cacereña por el polvorín de Cité Soleil.

Junto a otros 30 guardias civiles y 12 policías españoles, seleccionados por su formación y nivel de francés, se incorporó al contigente internacional de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas para Haití (Minustah), siendo el primer policía cacereño, al menos que se tenga constancia en la comisaría, que ha participado en una fuerza de paz. Su misión: "Educar, apoyar y asesorar" a sus colegas haitianos.

De servicio, patrullaba las calles con ellos y con otros policías de todas las nacionalidades posibles. "Había japoneses, nigerianos, guineanos, brasileños, nepalíes... Para cualquier operativo había que dedicar un montón de tiempo en traducir las órdenes en varios idiomas".

Cada patrulla la formaban un policía haitiano, dos de la ONU y una escolta militar. No en vano el peligro acechaba cada minuto y a cada paso. El chaleco antibalas formaba parte obligatoria de la indumentaria oficial. "Antes de Navidad, nos vimos inmersos en un tiroteo. Vives situaciones que aquí son inimaginables y eso te cambia el concepto de la vida", rememora. Aún así, dice, "no piensas en que te pueden matar, sino en ayudar". Expresa su orgullo por contribuir, aunque sea "un poquito", a que la situación mejore. "Estando allí, yo he visto progresos, pero son muy lentos".

Extrema pobreza

Ni el peligro ni las bárbaras violaciones de niñas le han marcado tanto como la "extrema pobreza" y el "hambre" que se ve por todas partes. Era "terrible", lamenta. "Tenía que esconderme para comer un triste plato de arroz blanco porque si lo hacías en público, enseguida te acorralaban los niños casi desnudos y descalzos y se te quedaban mirando. ¿Cómo ibas a comer así? Se te caía el alma. Y si te planteabas dárselo, ¿a cuál de ellos? La vida es muy dura allí". Y tanto, él perdió 15 kilos durante su estancia.

Las anécdotas de buenos recuerdos y otros que no lo son tanto salpican el relato de su vivencia. Como que aprovechó el tiempo para dar clases de español al comisario del contigente, el guineano Mamadou Diallo, que allí uno tiene diarrea los 365 días del año, que huele a muerto constantemente, que el agua caliente es un lujo, que se vive con 6 horas de electricidad al día o que no había ni papel ni bolígrafo para rellenar las multas.

Sin embargo, volvería sin pensárselo porque, eso sí, "la gente es maravillosa". "Era el único blanco entre los 400.000 habitantes del barrio --el resto de compañeros españoles y europeos estaban en otras comisarías-- y me han tratado con mucho cariño".

Ya de vuelta en Cáceres, piensa en adoptar a Antonio, uno de los niños que conoció en el barrio, sordomudo y con esclerosis, al que tomó mucho cariño. Su mujer, con la que pudo encontrarse en Nueva York durante su estancia para celebrar su primer aniversario de boda, "está encantada". En la comisaría, se ha incorporado de momento a la Brigada de Seguridad Ciudadana y ahora patrulla las tranquilas calles de su ciudad, muy lejos del infortunado laberinto de Cité Soleil.