Hace unos días me encontré con Regina que cada día está más guapa. Ultimamente me tiene abandonado pues se dedica a pasear al perro y ya se sabe que con un perro es muy difícil competir. Como en estas ocasiones es el perro quien saca de paseo a su dueño/a, nos encaminamos tras él al Parque del Príncipe. Aunque es un perro pequeño, un yorkshire para más señas, el perrito hace sus necesidades y mi amiga iba provista de unas bolsas y unos guantes para recoger los excrementos. "Me lo podías agradecer", le dije. Porque el ayuntamiento, sin contar conmigo, ha decidido regalar las bolsas y los guantes a costa de mis impuestos. Claro que por el perro de Regina estoy dispuesto a pagar lo que sea. Bueno, y por el de Diego, que el pobre está con depresión. El perro, no Diego. Pasear por el parque es arriesgado. Tan pronto se te cerca un perro lametón como otro que se te sube al pecho, pues algunos perros andan por allí sueltos con el beneplácito de sus dueños y del ayuntamiento. A nosotros nos acosó una fiera que no sé si amenazaba con trajinarse al perrito, tragarnos a nosotros o ambas cosas a la vez. El susto de los tres fue de órdago y para calmarnos el dueño nos dijo que no hacía nada. Hombre, nada, nada. Asustar por lo menos. Es verdad que de un tiempo a esta parte la mayoría de los dueños de perros se comportan muy cívicamente. Llevan atados a sus compañeros de fatigas, recogen los excrementos, te piden permiso para montar contigo en el ascensor, pero hay desaprensivos que los dan carrete sin prever las consecuencias. A lo mejor la ordenanza municipal está escrita en papel higiénico.